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Carta Apostólica Post Tam Diuturnas

Condenación a la Libertad Religiosa

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Un nuevo motivo de pena que nos aflige aún más vivamente y que, reconocemos, nos: atormenta, nos agobia y nos colma de angustia es el artículo 22 de la Constitución. En él, no solo se permite la libertad de cultos y de conciencia, para servirnos de los mismos términos, sino que se promete apoyo y protección a esa libertad y además a los ministros de esos supuestos cultos.

 

A causa del establecimiento de la libertad de cultos sin distinción alguna, se confunde la verdad con el error y se coloca en la misma línea de las sectas herejes y aún de la perfidia judaica a la Esposa santa e inmaculada de Cristo, la Iglesia, sin la cual no existe la salvación. En otras palabras, prometiendo favor y apoyo a las sectas herejes y no a sus ministros, se tolera y favorece no sólo a las personas, sino también a sus errores. Esta es, implícitamente, la desastrosa y por siempre deplorable herejía que San Agustín menciona en estos términos: "Ella afirma que todos los herejes están en la buena senda y dicen la verdad, absurdo tan monstruoso que no puedo creer que una secta lo profese realmente".”

 

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POST TAM DIUTURNAS

S.S. PÍO VII
Carta apostólica dirigida a Mons. Boulagne, Obispo de Troyes sobre la Constitución Francesa de 1814

 

29 de abril de 1814

VENERABLE HERMANO,

Salud y Bendición Apostólica

Después de las largas y furiosas tormentas, que tan extrañamente han agitado la nave de San Pedro, y que parece que estuvieron a punto de derribarnos y tragarnos a nosotros mismos, que retienen, por indigno que sea, el timón, la violencia de los vientos comienza por fin a amainar, y podemos esperar el regreso de la tranquilidad, por tanto tiempo objeto de nuestros deseos y nuestras oraciones, así como las de toda buena gente.

Después de haber recobrado así nuestra antigua libertad en el momento en que menos lo esperábamos, nos regocijábamos de haber sido devueltos a nosotros mismos, o más bien a la Iglesia, y devolvíamos al Padre de las misericordias nuestra humilde acción de gracias por tan grande beneficio, cuando vino a aumentar nuestro gozo un nuevo tema de gran consolación: supimos que el rey designado para gobernar la nación francesa era descendiente de aquella gloriosa estirpe que engendró en otro tiempo a San Luis, y que quedó ilustrada por tantos memorables servicios prestados a la Iglesia y a esta Sede Apostólica. Con esta noticia fue tan grande nuestra satisfacción, que sin saberlo todavía sino por publicidad, y apartándonos en este punto de la costumbre establecida, resolvimos enviar un nuncio extraordinario a Francia, para felicitar a este príncipe, en nuestro nombre y en los términos más expresivos, por el poder real que le ha sido restituido.

Nuestra alegría se nubló bien pronto y dejó lugar a un gran dolor cuando vimos la nueva constitución del reino, decretada por el Senado de París y publicada en los diarios. Habíamos esperado que con el favor de la revolución recién hecha, la religión católica no solamente sería liberada de todas las trabas que se le habían impuesto en Francia, a pesar de nuestras constantes reclamaciones, sino que además, se aprovecharían las circunstancias tan favorables para restablecerla con todo esplendor y proveer su dignidad. Ahora bien, hemos advertido en primer lugar que en la constitución mencionada, la Religión Católica ha sido ignorada y no se hace mención ni siquiera de Dios Todopoderoso por quien reinan los reyes y mandan los príncipes.

Vos comprenderéis, venerables Hermanos, que semejante omisión nos ha provocado aflicción, pena y amargura a Nosotros, a quienes Jesucristo, Hijo de Dios Nuestro Señor, nos ha encomendado el supremo gobierno de la sociedad cristiana. Y, ¿cómo no estar desolados? Esta Religión Católica establecida en Francia desde los primeros siglos de la Iglesia, sellada en este reino con la sangre de tantos mártires gloriosos, profesada por la mayor parte del pueblo francés que, con coraje y constancia mantuvo con ella un invencible lazo a través de las calamidades, las persecuciones y los peligros de los últimos años; esta religión, finalmente, que reconoce públicamente la línea de descendencia a la que pertenece el rey designado y que siempre la ha defendido celosamente, no solamente no fue declarada la única acreedora en toda Francia al derecho del apoyo de la ley y la autoridad del gobierno sino que fue enteramente omitida en el acto mismo de restablecimiento de la monarquía.

Un nuevo motivo de pena que nos aflige aún más vivamente y que, reconocemos, nos: atormenta, nos agobia y nos colma de angustia es el artículo 22 de la Constitución. En él, no solo se permite la libertad de cultos y de conciencia, para servirnos de los mismos términos, sino que se promete apoyo y protección a esa libertad y además a los ministros de esos supuestos cultos. Por cierto, no hay necesidad de tantas explicaciones, dirigiéndonos a un obispo como vos, para haceros saber con claridad la herida mortal que se infringe a la religión católica en Francia con este artículo. A causa del establecimiento de la libertad de cultos sin distinción alguna, se confunde la verdad con el error y se coloca en la misma línea de las sectas herejes y aún de la perfidia judaica a la Esposa santa e inmaculada de Cristo, la Iglesia, sin la cual no existe la salvación. En otras palabras, prometiendo favor y apoyo a las sectas herejes y no a sus ministros, se tolera y favorece no sólo a las personas, sino también a sus errores. Esta es, implícitamente, la desastrosa y por siempre deplorable herejía que San Agustín menciona en estos términos: "Ella afirma que todos los herejes están en la buena senda y dicen la verdad, absurdo tan monstruoso que no puedo creer que una secta lo profese realmente".

Nuestro estupor y nuestro dolor no han sido menores cuando leímos el artículo 23 de la constitución, que permite y defiende la libertad de prensa, libertad que amenaza la fe y las costumbres con enormes peligros y una certera ruina. Si alguien dudare, la experiencia de épocas pasadas será de por sí suficiente para enseñarle. Es un hecho plenamente constatado: la libertad de prensa ha sido el instrumento principal que ha depravado las costumbres de los pueblos en primer lugar, luego ha corrompido y abatido su fe y finalmente ha soliviantado la sedición, la agitación popular y las revueltas. Estos desgraciados resultados podrían temerse todavía, vista la maldad del hombre, si, Dios no lo quiera, se acordase a cada uno la libertad de imprimir todo lo que quisiere.

Otros puntos de la nueva constitución del reino también han sido fuente de aflicción para nosotros; en particular los artículos 6, 24 y 25. No detallaremos nuestras razones para esto. Su fraternidad, no tenemos ninguna duda, discernirá fácilmente la tendencia de estos artículos.

 

En tan grande y justa aflicción de nuestra alma, una esperanza nos consuela, es que el rey designado no suscriba los mencionados artículos de la nueva constitución. La piedad hereditaria de sus antepasados ​​y el celo por la religión, que no dudamos que anima, nos dan la más completa confianza en él.

 

Pero como no podíamos, sin traicionar nuestro ministerio, callar en tan gran peligro de la fe y de las almas, quisimos, venerable hermano, dirigir esta carta a usted, a usted, cuya fe y valentía sacerdotal conocemos, por haber tenido pruebas equívocas de ello, no sólo para que quede bien establecido que rechazamos lo más enérgicamente posible los artículos expuestos anteriormente, y todo lo que se vendría a proponer contrario a la religión católica, sino también para que, junto con los demás obispos de Francia que estime conveniente asociarse con usted y ayudándoos con su consejo y su cooperación, os esforzaréis por conjurar lo antes posible los grandes males que amenazan a la Iglesia en Francia y por hacer abolir aquellas leyes, decretos y otras ordenanzas del gobierno que todavía están en vigor, y de las que no hemos dejado de quejarnos, como sabéis, durante los años precedentes.

 

Ve y encuentra al rey; hágale saber la profunda aflicción con que, después de tantas calamidades y tribulaciones soportadas hasta este día, y en medio del gozo general, nuestra alma se encuentra asaltada y abrumada por las razones mencionadas. Preséntenle qué golpe fatal para la religión católica, qué peligro para las almas, qué ruina para la fe sería el resultado de su consentimiento a los artículos de dicha constitución. Dile en nuestro nombre: no podemos persuadirnos de que quiera inaugurar su reinado infligiendo a la religión católica una herida tan profunda y casi incurable. Dios mismo, en cuyas manos están los derechos de todos los reinos, y que acaba de restituirle el poder, con gran satisfacción de todas las buenas personas, y sobre todo de nuestro corazón, ciertamente le exige que haga que este poder sirva primeramente para el sostén y esplendor de su Iglesia.

 

Esperamos, tenemos la firme confianza de que, con la ayuda de Dios, nuestra voz, transmitida por vosotros, tocará su corazón, y que, siguiendo las huellas de sus predecesores, cuya devoción a la religión católica y su defensa tan a menudo tan generosamente le han valido de esta Santa Sede el título de reyes muy cristianos, se hará cargo de la causa de la fe católica, como es su deber, como todos los buenos esperan de él, como nosotros mismos le pedimos que haga con los más fuertes ruegos.

 

Despliega, venerable hermano, todas tus fuerzas, todo el celo con que te animas por la religión; Usa para esta grande y santa causa el ascendiente que tus cualidades han adquirido para ti y la elocuencia que te distingue. El Señor, no dudamos, os sugerirá palabras adecuadas; y, por nuestra parte, imploraremos ayuda de lo alto para ti. Mientras tanto, os impartimos, con toda la efusión de nuestro corazón, a vosotros y al rebaño confiado a vuestro cuidado, la Bendición Apostólica.

 

Dado en Cesena, el día 29 de abril del año 1814, de nuestro XV pontificado.

 

PÍO VII, PAPA

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