El Juramento Anti-Modernista
El Santo Sacrificio de la Misa
Encíclica Mystici Corporis
Encíclica acerca del Cuerpo Místico de Cristo
LA IGLESIA ES EL CUERPO MÍSTICO DE CRISTO
Ahora bien: para definir y describir esta verdadera Iglesia de Cristo ―que es la Iglesia santa, católica, apostólica, romana―, nada hay más noble, nada más excelente, nada más divino que aquella frase con que se la llama el Cuerpo Místico de Cristo; expresión que brota y aun germina de todo lo que en las Sagradas Escrituras y en los escritos de los Santos Padres frecuentemente se enseña.
Pero entre los miembros de la Iglesia sólo se han de contar de hecho los que recibieron las aguas regeneradoras del bautismo, y profesando la verdadera fe no se hayan separado miserablemente ellos mismos, de la contextura del Cuerpo, ni hayan sido apartados de él por la legítima autoridad a causa de gravísimas culpas. «Porque todos nosotros ―dice el Apóstol― somos bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo Cuerpo, ya seamos judíos, ya gentiles, ya esclavos, ya libres» (1Cor 12,13). Así que, como en la verdadera congregación de los fieles existe un solo Cuerpo, un solo Espíritu, un solo Señor y un solo bautismo, así no puede haber sino una sola fe (cf. Ef 4,5), y, por lo tanto, quien rehusare oír a la Iglesia, según el mandato del Señor, ha de ser tenido por gentil y publicano (cf. Mt 18,17). Por lo cual, los que están separados entre sí por la fe o por la autoridad no pueden vivir en este único Cuerpo, ni tampoco, por lo tanto, de este su único Espíritu.
PÍO XII
CARTA ENCÍCLICA
MYSTICI CORPORIS CHRISTI
SOBRE EL CUERPO MÍSTICO DE CRISTO
VENERABLES HERMANOS
SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA
1. La Doctrina sobre el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia (cf. Col 1,24), recibida primeramente de labios del mismo Redentor, por la que aparece en su propia luz el gran beneficio (nunca suficientemente alabado) de nuestra estrechísima unión con tan excelsa Cabeza, es, en verdad, de tal índole que, por su excelencia y dignidad, invita a su contemplación a todos y cada uno de los hombres movidos por el Espíritu divino, e ilustrando sus mentes los mueve en sumo grado a la ejecución de aquellas obras saludables que están en armonía con sus mandamientos. Hemos, pues, creído nuestro deber hablaros de esta materia en la presente carta encíclica, desenvolviendo y exponiendo principalmente aquellos puntos que atañen a la Iglesia militante. A hacerlo así nos mueve no solamente la sublimidad de esta doctrina, sino también las presentes circunstancias en que la humanidad se encuentra.
Nos proponemos, en efecto, hablar de las riquezas encerradas en el seno de la Iglesia, que Cristo ganó con su propia sangre (Hch 20,28) y cuyos miembros se glorían de tener una Cabeza ceñida de corona de espinas. Lo cual, ciertamente, es claro testimonio de que todo lo más glorioso y eximio no nace sino de los dolores, y que, por lo tanto, hemos de alegrarnos cuando participamos de la pasión de Cristo, a fin de que nos gocemos también con júbilo cuando se descubra su gloria (cf. 1P 4,13).
2. Ante todo, debe advertirse que, así como el Redentor del género humano fue vejado, calumniado y atormentado por aquellos mismos cuya salvación había tomado a su cargo, así la sociedad por Él fundada se parece también en esto a su divino Fundador. Porque, aun cuando no negamos, antes bien lo confesamos con ánimo agradecido a Dios, que, incluso en esta nuestra turbulenta época, no pocos, aunque separados de la grey de Cristo, miran a la Iglesia como a único puerto de salvación; sin embargo, no ignoramos que la Iglesia de Dios no sólo es despreciada, y soberbia y hostilmente rechazada, por aquellos que, menospreciando la luz de la sabiduría cristiana, vuelven misérrimamente a las doctrinas, costumbres e instituciones de la antigüedad pagana, sino que muchas veces es ignorada, despreciada y aun mirada con cierto tedio y enojo, hasta por muchísimos cristianos, atraídos por la falsa apariencia de los errores, o halagados por los alicientes y corruptelas del siglo. Hay, pues, motivo, venerables hermanos, para que Nos, por la obligación misma de nuestra conciencia y asintiendo a los deseos de muchos, celebremos, poniéndolas ante los ojos de todos, la hermosura, alabanza y gloria de la Madre Iglesia, a quien después de Dios debemos todo.
Y abrigamos la esperanza de que estas nuestras enseñanzas y exhortaciones han de producir frutos muy abundantes para los fieles en los momentos actuales, pues sabemos cómo tantas calamidades y dolores de esta borrascosa edad que acerbamente atormentan a una multitud casi innumerable de hombres, si se reciben como de la mano de Dios con ánimo resignado y tranquilo, levantan con cierto natural impulso sus almas de lo terreno y deleznable a lo celestial y eternamente duradero y excitan en ellas una misteriosa sed de las cosas espirituales y un intenso anhelo que, con el estímulo del Espíritu divino, las mueve y en cierto modo las impulsa a buscar con más ansia el Reino de Dios. Porque, a la verdad, cuanto más los hombres se apartan de las vanidades de este siglo y del desordenado amor de las cosas presentes, tanto más aptos se hacen ciertamente para penetrar en la luz de los misterios sobrenaturales. En verdad, hoy se echa de ver, quizá más claramente que nunca, la futilidad y la vanidad de lo terrenal, cuando se destruyen reinos y naciones, cuando se hunden en los vastos espacios del océano inmensos tesoros y riquezas de toda clase, cuando ciudades, pueblos y las fértiles tierras quedan arrasados bajo enormes ruinas y manchados con sangre de hermanos.
3. Confiamos, además, que cuanto a continuación hemos de exponer acerca del Cuerpo místico de Jesucristo no sea desagradable ni inútil aun a aquellos que están fuera del seno de la Iglesia católica. Y ello no sólo porque cada día parece crecer su benevolencia para con la Iglesia, sino también porque, viendo como ven al presente levantarse una nación contra otra nación y un reino contra otro reino y crecer sin medida las discordias, las envidias y las semillas de enemistad; si vuelven sus ojos a la Iglesia, si contemplan su unidad recibida del Cielo ―en virtud de la cual todos los hombres de cualquier estirpe que sean se unen con lazo fraternal a Cristo―, sin duda se verán obligados a admirar una sociedad donde reina caridad semejante, y con la inspiración y ayuda de la gracia divina se verán atraídos a participar de la misma unidad y caridad.
Hay también una razón peculiar, y por cierto gratísima, por la que vino a nuestra mente la idea de esta doctrina, y en grado sumo la recrea. Durante el pasado año, XXV aniversario de nuestra consagración episcopal, hemos visto con gran consuelo algo especial, que ha hecho resplandecer de un modo claro y significativo la imagen del Cuerpo místico de Cristo en todas las partes de la tierra. Hemos observado, en efecto, cómo, a pesar de que la larga y homicida guerra deshacía miserablemente la fraterna comunidad de las naciones, nuestros hijos en Cristo, todos y en todas partes, con una sola voluntad y caridad levantaban sus ánimos hacia el Padre común que, recogiendo en sí las preocupaciones y ansiedades de todos, guía en tan calamitosos tiempos la nave de la Iglesia. En lo cual ciertamente echamos de ver un testimonio no sólo de la admirable unidad del pueblo cristiano, sino también de cómo mientras nos abrazamos con paternal corazón a todos los pueblos de cualquier estirpe, desde todas partes los católicos, aun de naciones que luchan entre sí, alzan los ojos al Vicario de Jesucristo, como a Padre amantísimo de todos, que con absoluta imparcialidad para con los bandos contrarios y con juicio insobornable, remontándose por encima de las agitadas borrascas de las perturbaciones humanas, recomienda la verdad, la justicia y la caridad, y las defiende con todas sus fuerzas.
Ni ha sido menor el consuelo que nos ha producido el saber que espontánea y gustosamente se había reunido la cantidad necesaria para poder levantar en Roma un templo dedicado a nuestro santísimo antecesor y patrono Eugenio I. Así, pues, como con la erección de este templo, debida a la voluntad y ofertas de todos los fieles, se ha de perpetuar la memoria de este faustísimo acontecimiento, así deseamos que se patentice el testimonio de nuestra gratitud por medio de esta carta encíclica, en la cual se trata de aquellas piedras vivas que, edificadas sobre la piedra viva angular, que es Cristo, se unen para formar el templo santo, mucho más excelso que todo otro templo hecho a mano, es decir, para morada de Dios por virtud del Espíritu (cf. Ef 2,21-22; 1P 2,5)].
4. Nuestra pastoral solicitud, sin embargo, es la que nos mueve principalmente a tratar ahora con mayor extensión de esta excelsa doctrina. Muchas cosas, en verdad, se han publicado sobre este asunto; y no ignoramos que son muchos los que hoy se dedican con mayor interés a estos estudios, con los que también se deleita y alimenta la piedad de los cristianos. Y este efecto parece que se ha de atribuir principalmente a que la restauración de los estudios litúrgicos, la costumbre introducida de recibir con mayor frecuencia el manjar Eucarístico, y, por fin, el culto más intenso al Sacratísimo Corazón de Jesús, de que hoy gozamos, han encaminado muchas almas a la contemplación más profunda de las inescrutables riquezas de Cristo que se guardan en la Iglesia. Añádase a esto que los documentos publicados en estos últimos tiempos acerca de la Acción Católica, por lo mismo que han estrechado más y más los lazos de los cristianos entre sí y con la jerarquía eclesiástica, y en primer lugar con el Romano Pontífice, han contribuido, sin duda no poco, a colocar esta materia en su propia luz. Mas, aunque con justo motivo podemos alegrarnos de las cosas arriba señaladas, no por eso hemos de ocultar que no sólo esparcen graves errores en esta materia los que están fuera de la Iglesia, sino que entre los mismos fieles de Cristo se introducen furtivamente ideas o menos precisas o totalmente falsas, que apartan a las almas del verdadero camino de la verdad.
5. Porque, mientras por una parte perdura el falso racionalismo, que juzga absolutamente absurdo cuanto trasciende y sobrepuja a las fuerzas del entendimiento humano, y mientras se le asocia otro error afín, el llamado naturalismo vulgar, que ni ve ni quiere ver en la Iglesia nada más que vínculos meramente jurídicos y sociales; por otra parte, se insinúa fraudulentamente un falso misticismo, que, al esforzarse por suprimir los límites inmutables que separan a las criaturas de su Creador, adultera las Sagradas Escrituras.
Ahora bien: estos errores, falsos y opuestos entre sí, hacen que algunos, movidos por cierto vano temor, consideren esta profunda doctrina como algo peligroso y por esto se retraigan de ella como del fruto del Paraíso, hermoso, pero prohibido. Pero, a la verdad, no rectamente, pues no pueden ser dañosos a los hombres los misterios revelados por Dios, ni deben, como tesoro escondido en el campo, permanecer infructuosos; antes bien, han sido dados por Dios para que contribuyan al aprovechamiento espiritual de quienes piadosamente los contemplan. Porque, como enseña el concilio Vaticano, «la razón ilustrada por la fe, cuando diligente, pía y sobriamente busca, alcanza con la ayuda de Dios alguna inteligencia, ciertamente fructuosísima, de los misterios, ya por la analogía de aquellas cosas que conoce naturalmente, ya también por el enlace de los misterios entre sí con el último fin del hombre»; por más que la misma razón, como lo advierte el mismo santo concilio, «nunca llega a ser capaz de penetrarlos a la manera de aquellas verdades, que constituyen su propio objeto»[1].
Pesadas maduramente delante de Dios todas estas cosas; a fin de que resplandezca con nueva gloria la soberana hermosura de la Iglesia; para que se de a conocer con mayor luz la nobleza eximia y sobrenatural de los fieles, que en el Cuerpo de Cristo se unen con su Cabeza, y, por último, para cerrar por completo la entrada a los múltiples errores en esta materia, Nos hemos juzgado ser propio de nuestro cargo pastoral proponer por medio de esta carta encíclica a toda la grey cristiana la doctrina del Cuerpo místico de Jesucristo y de la unión de los fieles en el mismo Cuerpo con el divino Redentor; y al mismo tiempo sacar de esta suavísima doctrina algunas enseñanzas, con las cuales el conocimiento más profundo de este misterio produzca siempre más abundantes frutos de perfección y santidad.
LA IGLESIA ES EL CUERPO MÍSTICO DE CRISTO
6. Al meditar esta doctrina, nos vienen, desde luego, a la mente las palabras del Apóstol: «Donde abundó el delito, allí sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). Consta, en efecto, que el padre del género humano fue colocado por Dios en tan excelsa condición, que habría de comunicar a sus descendientes, junto con la vida terrena, la vida sobrenatural de la gracia. Pero, después de la miserable caída de Adán, todo el género humano, viciado con la mancha original, perdió la participación de la naturaleza divina (cf. 2P 1,4) y quedamos todos convertidos en hijos de ira (Ef 2,3). Mas el misericordiosísimo Dios «de tal modo.. amó al mundo, que le dio su Hijo Unigénito» (Jn 3, 6), y el Verbo del Padre Eterno con aquel mismo único divino amor asumió de la descendencia de Adán la naturaleza humana, pero inocente y exenta de toda mancha, para que del nuevo y celestial Adán se derivase la gracia del Espíritu Santo a todos los hijos del primer padre; los cuales, habiendo sido por el pecado del primer hombre privados de la adoptiva filiación divina, hechos ya por el Verbo Encarnado hermanos, según la carne, del Hijo Unigénito de Dios, recibieran el poder de llegar a ser hijos de Dios (cf. Jn 12). Y por esto Cristo Jesús, pendiente de la cruz, no sólo resarció a la justicia violada del Eterno Padre, sino que nos mereció, además, como a consanguíneos suyos, una abundancia inefable de gracias. Y bien pudiera, en verdad, haberla repartido directamente por sí mismo al género humano, pero quiso hacerlo por medio de una Iglesia visible en que se reunieran los hombres, para que todos cooperasen, con Él y por medio de aquélla, a comunicarse mutuamente los divinos frutos de la Redención. Porque así como el Verbo de Dios, para redimir a los hombres con sus dolores y tormentos, quiso valerse de nuestra naturaleza, de modo parecido, en el decurso de los siglos se vale de su Iglesia para perpetuar la obra comenzada[2].
Ahora bien: para definir y describir esta verdadera Iglesia de Cristo ―que es la Iglesia santa, católica, apostólica, romana[3]―, nada hay más noble, nada más excelente, nada más divino que aquella frase con que se la llama el Cuerpo místico de Cristo; expresión que brota y aun germina de todo lo que en las Sagradas Escrituras y en los escritos de los Santos Padres frecuentemente se enseña.
La Iglesia es un «Cuerpo»
7. Que la Iglesia es un cuerpo lo dice muchas veces el sagrado texto. «Cristo ―dice el Apóstol― es la cabeza del cuerpo de la Iglesia» (Col 1,18). Ahora bien: si la Iglesia es un cuerpo, necesariamente ha de ser uno e indiviso, según aquello de san Pablo: «Muchos formamos en Cristo un solo cuerpo» (Rm 12,5). Y no solamente debe ser uno e indiviso, sino también algo concreto y claramente visible, como en su encíclica Satis cognitum afirma nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria: «Por lo mismo que es cuerpo, la Iglesia se ve con los ojos»[4]. Por lo cual se apartan de la verdad divina aquellos que se forjan la Iglesia de tal manera, que no pueda ni tocarse ni verse, siendo solamente un ser neumático, como dicen, en el que muchas comunidades de cristianos, aunque separadas mutuamente en la fe, se junten, sin embargo, por un lazo invisible.
Mas el cuerpo necesita también multitud de miembros, que de tal manera estén trabados entre sí, que mutuamente se auxilien. Y así como en este nuestro organismo mortal, cuando un miembro sufre, todos los otros sufren también con él, y los sanos prestan socorro a los enfermos, así también en la Iglesia los diversos miembros no viven únicamente para sí mismos, sino que ayudan también a los demás, y se ayudan unos a otros, ya para mutuo alivio, ya también para edificación cada vez mayor de todo el cuerpo.
«Orgánico» y «jerárquico»
8. Además de eso, así como en la naturaleza no basta cualquier aglomeración de miembros para constituir el cuerpo, sino que necesariamente ha de estar dotado de los que llaman órganos, esto es, de miembros que no ejercen la misma función, pero están dispuestos en un orden conveniente; así la Iglesia ha de llamarse Cuerpo, principalmente por razón de estar formada por una recta y bien proporcionada armonía y trabazón de sus partes, y provista de diversos miembros que convenientemente se corresponden los unos a los otros. Ni es otra la manera como el Apóstol describe a la Iglesia cuando dice: «Así como... en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, mas no todos los miembros tienen una misma función, así nosotros, aunque seamos muchos, formamos en Cristo un solo cuerpo, siendo todos recíprocamente miembros los unos de los otros» (Rm 12,4).
Mas en manera alguna se ha de pensar que esta estructura ordenada u orgánica del Cuerpo de la Iglesia, se limita o reduce solamente a los grados de la jerarquía; o que, como dice la sentencia contraria, consta solamente de los carismáticos, los cuales, dotados de dones prodigiosos, nunca han de faltar en la Iglesia. Se ha de tener, eso sí, por cosa absolutamente cierta, que los que en este Cuerpo poseen la sagrada potestad, son los miembros primarios y principales, puesto que por medio de ellos, según el mandato mismo del divino Redentor, se perpetúan los oficios de Cristo, doctor, rey y sacerdote. Sin embargo, con toda razón los Padres de la Iglesia, cuando encomian los ministerios, los grados, las profesiones, los estados, los órdenes, los oficios de este Cuerpo, no tienen sólo ante los ojos a los que han sido iniciados en las sagradas órdenes, sino también a todos los que, habiendo abrazado los consejos evangélicos, llevan una vida de trabajo entre los hombres, o escondida en el silencio, o bien se esfuerzan por unir ambas cosas según su profesión; y no menos a los que, aun viviendo en el siglo, se dedican con actividad a las obras de misericordia en favor de las almas, o de los cuerpos, así como también a aquellos que viven unidos en casto matrimonio. Más aún: se ha de advertir que, sobre todo en las presentes circunstancias, los padres y madres de familia y los padrinos y madrinas de bautismo, y especialmente, los seglares que prestan su cooperación a la jerarquía eclesiástica para dilatar el reino del divino Redentor, tienen en la sociedad cristiana un puesto honorífico, aunque muchas veces humilde, y que también ellos con el favor y ayuda de Dios pueden subir a la cumbre de la santidad, que nunca ha de faltar en la Iglesia, según las promesas de Jesucristo.
Dotado de medios vitales
9. Y así como el cuerpo humano se ve dotado de sus propios recursos con los que atiende a la vida, a la salud y al desarrollo de sí y de sus miembros, del mismo modo el Salvador del género humano, por su infinita bondad, proveyó maravillosamente a su Cuerpo místico, enriqueciéndole con los sacramentos, por los que los miembros, como gradualmente y sin interrupción, fueran sustentados desde la cuna hasta el último suspiro, y asimismo se atendiera abundantísimamente a las necesidades sociales de todo el Cuerpo. En efecto, por medio de las aguas purificadoras del bautismo, los que nacen a esta vida mortal no solamente renacen de la muerte del pecado y quedan constituidos en miembros de la Iglesia, sino que, además, sellados con un carácter espiritual, se tornan capaces y aptos para recibir todos los otros sacramentos. Por otra parte, con el crisma de la confirmación se da a los creyentes nueva fortaleza, para que valientemente amparen y defiendan a la Madre Iglesia y la fe que de ella recibieron. A su vez, con el sacramento de la penitencia se ofrece a los miembros de la Iglesia caídos en pecado una medicina saludable, no solamente para mirar por la salud de sí mismos, sino aun también para apartar de otros miembros del Cuerpo místico el peligro de contagio, e incluso para proporcionarles un estímulo y ejemplo de virtud. Y no es esto sólo, ya que por la sagrada Eucaristía los fieles se nutren y robustecen con un mismo manjar y se unen entre sí y con la Cabeza de todo el Cuerpo por medio de un inefable y divino vínculo. Y, por último, por lo que hace a los enfermos en trance de muerte, viene en su ayuda la piadosa Madre Iglesia, la cual por medio de la sagrada unción de los enfermos, si, por disposición divina no siempre les concede la salud de este cuerpo mortal, da a lo menos a las almas enfermas la medicina celestial, para trasladar al cielo nuevos ciudadanos ―nuevos protectores para aquélla―, que gocen de la bondad divina por todos los siglos.
De un modo especial proveyó, además, Cristo a las necesidades sociales de la Iglesia por medio de dos sacramentos instituidos por Él. Pues por el matrimonio, en el que los cónyuges son mutuamente ministros de la gracia, se atiende al ordenado y exterior aumento de la comunidad cristiana, y, lo que es más, también a la recta y religiosa educación de la prole, sin la cual correría gravísimo riesgo el Cuerpo místico. Y con el orden sagrado se dedican y consagran a Dios los que han de inmolar la Víctima eucarística, los que han de nutrir al pueblo fiel con el Pan de los Ángeles y con el manjar de la doctrina, los que han de dirigirle con los preceptos y consejos divinos, los que, finalmente, han de confirmarle con los demás dones celestiales.
Respecto a lo cual procede advertir que, así como Dios al principio del tiempo dotó al hombre de riquísimos medios corporales para que sujetara a su dominio todas las cosas creadas, y para que multiplicándose llenara la tierra, así también en el comienzo de la era cristiana proveyó a su Iglesia de todos los recursos necesarios, para que, superados casi innumerables peligros, no sólo llenara todo el orbe, sino también el reino de los cielos.
Formado por determinados miembros.
10. Pero entre los miembros de la Iglesia sólo se han de contar de hecho los que recibieron las aguas regeneradoras del bautismo, y, profesando la verdadera fe, no se hayan separado, miserablemente, ellos mismos, de la contextura del Cuerpo, ni hayan sido apartados de él por la legítima autoridad a causa de gravísimas culpas. «Porque todos nosotros ―dice el Apóstol― somos bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo Cuerpo, ya seamos judíos, ya gentiles, ya esclavos, ya libres» (1Cor 12,13). Así que, como en la verdadera congregación de los fieles existe un solo Cuerpo, un solo Espíritu, un solo Señor y un solo bautismo, así no puede haber sino una sola fe (cf. Ef 4,5), y, por lo tanto, quien rehusare oír a la Iglesia, según el mandato del Señor, ha de ser tenido por gentil y publicano (cf. Mt 18,17). Por lo cual, los que están separados entre sí por la fe o por la autoridad no pueden vivir en este único Cuerpo, ni tampoco, por lo tanto, de este su único Espíritu.
Aun pecadores
Ni puede pensarse que el Cuerpo de la Iglesia, por el hecho de honrarse con el nombre de Cristo, aun en el tiempo de esta peregrinación terrenal, conste únicamente de miembros eminentes en santidad, o se forme solamente por la agrupación de los que han sido predestinados a la felicidad eterna. Porque la infinita misericordia de nuestro Redentor no niega ahora un lugar en su Cuerpo místico a quienes en otro tiempo no negó la participación en el convite (cf. Mt 9,11; Mc 2,16; Lc 15,2). Puesto que no todos los pecados, aunque graves, separan por su misma naturaleza al hombre del Cuerpo de la Iglesia, como lo hacen el cisma, la herejía o la apostasía. Ni la vida se aleja completamente de aquellos que, aun cuando hayan perdido la caridad y la gracia divina pecando, y, por lo tanto, se hayan hecho incapaces de mérito sobrenatural, retienen, sin embargo, la fe y esperanza cristianas, e iluminados por una luz celestial son movidos por las internas inspiraciones e impulsos del Espíritu Santo a concebir en sí un saludable temor, y excitados por Dios a orar y a arrepentirse de su caída.
Aborrezcan todos, pues, el pecado, con el cual quedan mancillados los miembros del Redentor; pero, quien miserablemente hubiere pecado, y no se hubiere hecho indigno por la contumacia de la comunión de los fieles, sea recibido con sumo amor, y con una activa caridad véase en él un miembro enfermo de Jesucristo. Pues vale más, como advierte el Obispo de Hipona, «que se sanen permaneciendo en el cuerpo de la Iglesia, que no que sean cortados de él como miembros incurables»[5]. «Porque no es desesperada la curación de lo que aún está unido al cuerpo, mientras que lo que hubiere sido amputado no puede ser ni curado ni sanado»[6].
La Iglesia es el «Cuerpo de Cristo»
11. Hasta aquí hemos visto, venerables hermanos, que de tal manera está constituida la Iglesia, que puede compararse a un cuerpo; resta que expongamos ahora, clara y cuidadosamente, por qué hay que llamarla no un cuerpo cualquiera, sino el Cuerpo de Jesucristo. Lo cual se deduce del hecho de que nuestro Señor es el Fundador, la Cabeza, el Sustentador y el Salvador de este Cuerpo místico.
Cristo, «Fundador» del Cuerpo
Al querer exponer brevemente cómo Cristo fundó su cuerpo social, nos viene ante todo a la mente esta frase de nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria: «La Iglesia, que, ya concebida, nació del mismo costado del segundo Adán, como dormido en la cruz, apareció a la luz del mundo de una manera espléndida por vez primera el día faustísimo de Pentecostés»[7]. Porque el divino Redentor comenzó la edificación del místico templo de la Iglesia cuando con su predicación expuso sus enseñanzas; la consumó cuando pendió de la cruz glorificado; y, finalmente, la manifestó y promulgó cuando de manera visible envió el Espíritu Paráclito sobre sus discípulos.
a) Al predicar el Evangelio
En efecto, mientras cumplía su misión de predicar, elegía a los Apóstoles, enviándolos, así como Él había sido enviado por el Padre (Jn 17,18), a saber: como maestros, jefes y santificadores en la comunidad de los creyentes; les nombraba el Príncipe de ellos y Vicario suyo [de Cristo] en la tierra (cf. Mt 16,18-19), y les manifestaba todas las cosas que había oído al Padre (Jn 15,15, coll 17,8 y 14), establecía, además, el bautismo (cf. Jn 3,5), con el cual los futuros creyentes se habían de unir al Cuerpo de la Iglesia; y, finalmente, al llegar el ocaso de su vida, celebrando la última cena, instituía la Eucaristía, admirable sacrificio y admirable sacramento.
b) Al sufrir sobre la cruz
12. Los testimonios incesantes de los Santos Padres, al atestiguar que en el patíbulo de la cruz consumó su obra, enseñan que la Iglesia nació ―en la cruz― del costado del Salvador, como una nueva Eva, madre de todos los vivientes (cf. Gén 3,20). Dice el gran Ambrosio, tratando del costado abierto de Cristo: «Y ahora se edifica, ahora se forma, ahora... se figura, y ahora se crea..., ahora se levanta la casa espiritual para constituir el sacerdocio santo»[8]. Quien devotamente quisiere investigar tan venerable doctrina, podrá sin dificultad encontrar las razones en que se funda.
Y, en primer lugar, con la muerte del Redentor, a la Ley Antigua abolida sucedió el Nuevo Testamento; entonces en la sangre de Jesucristo, y para todo el mundo, fue sancionada la Ley de Cristo con sus misterios, leyes, instituciones y ritos sagrados. Porque, mientras nuestro divino Salvador predicaba en un reducido territorio ―pues no había sido enviado sino a las ovejas que habían perecido de la casa de Israel (cf. Mt 15,24) ― tenían valor, contemporáneamente, la Ley y el Evangelio[9]; pero en el patíbulo de su muerte Jesús abolió la Ley con sus decretos (cf. Ef 2,15), clavó en la cruz la escritura del Antiguo Testamento (cf. Col 2,14), y constituyó el Nuevo en su sangre, derramada por todo el género humano (cf. Mt 26,28; 1Cor 11,25). Pues, como dice san León Magno, hablando de la cruz del Señor, «de tal manera en aquel momento se realizó un paso tan evidente de la Ley al Evangelio, de la Sinagoga a la Iglesia, de los muchos sacrificios a una sola hostia, que, al exhalar su espíritu el Señor, se rasgó inmediatamente de arriba abajo aquel velo místico que cubría a las miradas el secreto sagrado del templo»[10].
En la cruz, pues, murió la Ley Vieja, que en breve había de ser enterrada y resultaría mortífera[11], para dar paso al Nuevo Testamento, del cual Cristo había elegido como idóneos ministros a los apóstoles (cf. 2Cor 3,6); y desde la cruz nuestro Salvador, aunque constituido, ya desde el seno de la Virgen, Cabeza de toda la familia humana, ejerce plenísimamente sobre la Iglesia sus funciones de Cabeza, «porque precisamente en virtud de la Cruz ―según la sentencia del Angélico y común Doctor―, mereció el poder y dominio sobre las gentes»[12], por la misma aumentó en nosotros aquel inmenso tesoro de gracias que, desde su reino glorioso en el cielo, otorga sin interrupción alguna a sus miembros mortales; por la sangre derramada desde la cruz hizo que, apartado el obstáculo de la ira divina, todos los dones celestiales y en particular las gracias espirituales del Nuevo y Eterno Testamento, pudiesen brotar de las fuentes del Salvador para la salud de los hombres, y principalmente de los fieles; finalmente, en el madero de la cruz adquirió para sí a su Iglesia, esto es, a todos los miembros de su Cuerpo místico, pues no se incorporarían a este Cuerpo místico por el agua del bautismo si antes no hubieran pasado al plenísimo dominio de Cristo por la virtud salvadora de la cruz.
13. Y con su muerte nuestro Salvador fue hecho, en el pleno e íntegro sentido de la palabra, Cabeza de la Iglesia, de la misma manera, por su sangre la Iglesia ha sido enriquecida con aquella abundantísima comunicación del Espíritu, por la cual, desde que el Hijo del hombre fue elevado y glorificado en su patíbulo de dolor, es divinamente ilustrada. Porque entonces, como advierte San Agustín[13], rasgado el velo del templo, sucedió que el rocío de los carismas del Paráclito ―que hasta entonces solamente había descendido sobre el vellón de Gedeón, es decir, sobre el pueblo de Israel―; regó abundantemente, secado y desechado ya el vellón, toda la tierra, es decir, la Iglesia católica, que no había de conocer confines algunos de estirpe o de territorio. Y así como en el primer momento de la encarnación, el Hijo del Padre Eterno adornó con la plenitud del Espíritu Santo la naturaleza humana que había unido a sí sustancialmente, para que fuese apto instrumento de la divinidad en la obra cruenta de la Redención, así en la hora de su preciosa muerte quiso enriquecer a su Iglesia con los abundantes dones del Paráclito, para que fuese un medio apto e indefectible del Verbo Encarnado en la distribución de los frutos de la Redención. Puesto que la llamada misión jurídica de la Iglesia y la potestad de enseñar, gobernar y administrar los sacramentos deben el vigor y fuerza sobrenatural, que para la edificación del Cuerpo de Cristo poseen, al hecho de que Jesucristo, pendiente de la cruz, abrió a la Iglesia la fuente de sus dones divinos, con los cuales pudiera enseñar a los hombres una doctrina infalible y los pudiese gobernar por medio de pastores ilustrados por virtud divina y rociarlos con la lluvia de las gracias celestiales.
Si consideramos atentamente todos estos misterios de la Cruz, no nos parecerán oscuras aquellas palabras del Apóstol con las que enseña a los Efesios que Cristo, con su sangre, hizo una sola cosa a judíos y gentiles, «destruyendo en su carne... la pared intermedia» que dividía a ambos pueblos; y también que abolió la Ley Vieja «para formar en sí mismo de dos un solo hombre nuevo» ―esto es, la Iglesia―, y para reconciliar a ambos con Dios en un solo Cuerpo por medio de la cruz (cf. Ef 2.14-16).
c) Al promulgar la Iglesia
14. Y a esta Iglesia, fundada con su sangre, la fortaleció el día de Pentecostés con una fuerza especial bajada del cielo. Puesto que, constituido solemnemente en su excelso cargo aquel a quien ya antes había designado por Vicario suyo, subió al cielo, y, sentado a la diestra del Padre, quiso manifestar y promulgar a su Esposa mediante la venida visible del Espíritu Santo con el sonido de un viento vehemente y con lenguas de fuego (cf. Hch 2,1-4). Porque así como Él mismo, al comenzar el ministerio de su predicación, fue manifestado por su Eterno Padre por medio del Espíritu Santo, que descendió en forma de paloma y se posó sobre Él (Cf. Lc 3,22; Mc 1,10), de la misma manera, cuando los apóstoles habían de comenzar el sagrado ministerio de la predicación, Cristo nuestro Señor envió del cielo a su Espíritu, el cual, al tocarlos con lenguas de fuego, como con dedo divino indicase a la Iglesia su misión sublime.
Cristo, «Cabeza del Cuerpo»
15. En segundo lugar, se prueba que este Cuerpo místico, que es la Iglesia, lleva el nombre de Cristo, por el hecho de que Él ha de ser considerado como su Cabeza. «Él ―dice San Pablo― es la Cabeza del Cuerpo de la Iglesia» (Col 1, 18). Él es la cabeza, partiendo de la cual todo el Cuerpo, dispuesto con debido orden, crece y se aumenta, para su propia edificación (cf. Ef 4, 16, coll. Col 2, 19).
Bien conocéis, Venerables Hermanos, con cuán convincentes argumentos han tratado de este asunto los Maestros de la Teología Escolástica, y principalmente el Angélico y común Doctor; y sabéis perfectamente que los argumentos por él aducidos responden fielmente a las razones alegadas por los Santos Padres, los cuales, por lo demás, no hicieron otra cosa que referir y con sus comentarios explicar la doctrina de la Sagrada Escritura.
a) Por razón de excelencia
Nos place, sin embargo, para común utilidad, tratar aquí sucintamente de esta materia. Y en primer lugar, es evidente que el Hijo de Dios y de la Bienaventurada Virgen María se debe llamar, por la singularísima razón de su excelencia, Cabeza de la Iglesia. Porque la Cabeza está colocada en lo más alto. Y ¿quién está colocado en más alto lugar que Cristo Dios, el cual, como Verbo del Eterno Padre, debe ser considerado como «primogénito de toda criatura?» (Col 1,15). ¿Quién se halla en más elevada cumbre que Cristo hombre, que, nacido de una Madre inmune de toda mancha, es Hijo verdadero y natural de Dios, y por su admirable y gloriosa resurrección, con la que se levantó triunfador de la muerte, es «primogénito de entre los muertos?» (Col 1,18; Ap 1,5). ¿Quién, finalmente, está colocado en cima más sublime que aquel que como «único... mediador de Dios y de los hombres» (1Tm 2,5) junta de una manera tan admirable la tierra con el cielo; que, elevado en la cruz como en un solio de misericordia, atrajo todas las cosas a sí mismo (cf. Jn 12,32); y que, elegido ―de entre infinitos millares― Hijo del hombre, es más amado por Dios que todos los demás hombres, que todos los ángeles y que todas las cosas creadas?[14].
b) Por razón de gobierno
16. Pues bien: si Cristo ocupa un lugar tan sublime, con toda razón es el único que rige y gobierna la Iglesia; y también por este título se asemeja a la cabeza. Ya que, para usar las palabras de San Ambrosio, así como la cabeza es la «ciudadela regia» del cuerpo[15], y desde ella, por estar adornada de mayores dotes, son dirigidos naturalmente todos los miembros a los que está sobrepuesta para mirar por ellos[16], así el divino Redentor rige el timón de toda la sociedad cristiana y gobierna sus destinos. Y, puesto que regir la sociedad humana no es otra cosa que conducirla al fin que le fue señalado con medios aptos y rectamente[17], es fácil ver cómo nuestro Salvador, imagen y modelo de buenos Pastores (cf. Jn 10,1-8; 1P 5,1-5, ejercita todas estas cosas de manera admirable.
Porque Él, mientras moraba en la tierra, nos instruyó, por medio de leyes, consejos y avisos, con palabras que jamás pasarán, y serán para los hombres de todos los tiempos espíritu y vida (cf. Jn 6,63). Y, además, concedió a los apóstoles y a sus sucesores la triple potestad de enseñar, regir y llevar a los hombres hacia la santidad; potestad que, determinada con especiales preceptos, derechos y deberes, fue establecida por Él como ley fundamental de toda la Iglesia.
Arcano y extraordinario
17. Pero también directamente dirige y gobierna por sí mismo el divino Salvador la sociedad por Él fundada. Porque Él reina en las mentes y en las almas de los hombres y doblega y arrastra hacia su beneplácito aun las voluntades más rebeldes. «El corazón del rey está en manos del Señor; lo inclinará adonde quisiere» (Prov. 21,1). Y con este gobierno interior, no solamente tiene cuidado de cada uno en particular, como «pastor y obispo de nuestras almas» (cf. 1P 2,25); sino que, además, mira por toda la Iglesia, ya iluminando y fortaleciendo a sus jerarcas para cumplir fiel y fructuosamente los respectivos cargos, ya también suscitando del seno de la Iglesia, especialmente en las más graves circunstancias, hombres y mujeres eminentes en santidad, que sirvan de ejemplo a los demás fieles para el provecho de su Cuerpo místico. Añádase a esto que Cristo desde el Cielo mira siempre con particular afecto a su Esposa inmaculada, desterrada en este mundo; y cuando la ve en peligro, ya por sí mismo, ya por sus ángeles (cf. Hch 8,26; 1-19; 10, 1-7; 12, 3-10), ya por aquella que invocamos como Auxilio de los cristianos, y por otros celestiales abogados, la libra de las oleadas de la tempestad, y, tranquilizado y apaciguado el mar, la consuela con aquella «paz que supera a todo sentido» (Flp 4,7).
Visible y ordinario
Ni se ha de creer que su gobierno se ejerce solamente de un modo invisible[18] y extraordinario, siendo así que también de una manera patente y ordinaria gobierna el divino Redentor, «por su Vicario en la tierra», a su Cuerpo místico. Porque ya sabéis, venerables hermanos, que Cristo nuestro Señor, después de haber gobernado por sí mismo durante su mortal peregrinación a su «pequeña grey» (Lc 12.32), cuando estaba para dejar este mundo y volver a su Padre, encomendó el régimen visible de la sociedad por Él fundada al Príncipe de los apóstoles. Ya que, sapientísimo como era, de ninguna manera podía dejar sin una cabeza visible el cuerpo social de la Iglesia que había fundado. Ni para debilitar esta afirmación puede alegarse que, a causa del primado de jurisdicción establecido en la Iglesia, este Cuerpo místico tiene dos cabezas. Porque Pedro, en fuerza del primado, no es sino el Vicario de Cristo, por cuanto no existe más que una Cabeza primaria de este Cuerpo, es decir, Cristo; el cual, sin dejar de regir secretamente por sí mismo a la Iglesia ―que, después de su gloriosa ascensión a los cielos, se funda no sólo en Él, sino también en Pedro, como en fundamento visible―, la gobierna, además, visiblemente por aquel que en la tierra representa su persona. Que Cristo y su Vicario constituyen una sola Cabeza lo enseñó solemnemente nuestro predecesor Bonifacio VIII, de inmortal memoria, por las Letras Apostólicas Unam sanctam[19]; y nunca desistieron de inculcar lo mismo sus sucesores.
Hállanse, pues, en un peligroso error quienes piensan que pueden abrazar a Cristo, Cabeza de la Iglesia, sin adherirse fielmente a su «Vicario en la tierra». Porque, al quitar esta Cabeza visible, y romper los vínculos sensibles de la unidad, oscurecen y deforman el Cuerpo místico del Redentor, de tal manera que los que andan en busca del puerto de salvación no pueden verlo ni encontrarlo.
18. Y lo que en este lugar Nos hemos dicho de la Iglesia universal, debe afirmarse también de las particulares comunidades cristianas tanto orientales como latinas, de las que se compone la única Iglesia Católica: por cuanto ellas son gobernadas por Jesucristo con la palabra y la potestad del obispo de cada una. Por lo cual los obispos no solamente han de ser considerados como los principales miembros de la Iglesia universal, como quienes están ligados por un vínculo especialísimo con la Cabeza divina de todo el Cuerpo ―y por ello con razón son llamados «partes principales de los miembros del Señor»[20]―, sino que, por lo que a su propia diócesis se refiere, apacientan y rigen como verdaderos pastores, en nombre de Cristo, la grey que a cada uno ha sido confiada[21]; pero, haciendo esto, no son completamente independientes, sino que están puestos bajo la autoridad del Romano Pontífice, aunque gozan de jurisdicción ordinaria, que el mismo Sumo Pontífice directamente les ha comunicado. Por lo cual han de ser venerados por los fieles como «sucesores de los Apóstoles» por institución divina[22], y más que a los gobernantes de este mundo, aun los más elevados, conviene a los obispos, adornados como están con el crisma del Espíritu Santo, aquel dicho: «No toquéis a mis ungidos» (1 Par 16,22; Sal 104,15). Por lo cual Nos sentimos grandísima pena cuando llega a nuestros oídos que no pocos de nuestros hermanos en el episcopado, sólo porque son verdaderos modelos del rebaño (cf. 1P 5,3), y por defender fiel y enérgicamente, según su deber, el sagrado «depósito de la fe» (cf. 1Tm 6.20) que les fue encomendado; sólo por mantener celosamente las leyes santísimas, esculpidas en los ánimos de los hombres, y por defender, siguiendo el ejemplo del supremo Pastor, la grey a ellos confiada, de los lobos rapaces, no sólo tienen que sufrir las persecuciones y vejaciones dirigidas contra ellos mismos, sino también ―lo que para ellos suele ser más cruel y doloroso― las levantadas contra las ovejas puestas bajo sus cuidados, contra sus colaboradores en el apostolado y aun contra las vírgenes consagradas a Dios. Nos, considerando tales injurias como inferidas a Nos mismo, repetimos las sublimes palabras de nuestro predecesor, de inmortal memoria, San Gregorio Magno: «Nuestro honor es el honor de la Iglesia universal; nuestro honor es la firme fortaleza de nuestros hermanos; y entonces nos sentimos honrados de veras, cuando a cada uno de ellos no se le niega el honor que le es debido»[23].
c) Por la mutua necesidad
19. Mas no por esto se vaya a pensar que la Cabeza, Cristo, al estar colocada en tan elevado lugar, no necesita de la ayuda del Cuerpo. Porque también de este místico Cuerpo cabe decir lo que San Pablo afirma del organismo humano: «No puede decir... la cabeza a los pies: no necesito de vosotros» (1Cor 12,21). Es cosa evidente que los fieles necesitan del auxilio del divino Redentor, puesto que Él mismo dijo: «Sin mí nada podéis hacer» (Jn 15,5); y, según el dicho del Apóstol, todo el crecimiento de este Cuerpo en orden a su desarrollo proviene de la Cabeza, que es Cristo (cf. Ef 4,16; Col 2,19). Pero a la par debe afirmarse, aunque parezca completamente extraño, que Cristo también necesita de sus miembros. En primer lugar, porque la persona de Cristo es representada por el Sumo Pontífice, el cual, para no sucumbir bajo la carga de su oficio pastoral, tiene que llamar a participar de sus cuidados a otros muchos, y diariamente tiene que ser apoyado por las oraciones de toda la Iglesia. Además, nuestro Salvador, como no gobierna la Iglesia de un modo visible, quiere ser ayudado por los miembros de su Cuerpo místico en el desarrollo de su misión redentora. Lo cual no proviene de necesidad o insuficiencia por parte suya, sino más bien porque Él mismo así lo dispuso para mayor honra de su Esposa inmaculada. Porque, mientras moría en la cruz, concedió a su Iglesia el inmenso tesoro de la redención, sin que ella pusiese nada de su parte; en cambio, cuando se trata de la distribución de este tesoro, no sólo comunica a su Esposa sin mancilla la obra de la santificación, sino que quiere que en alguna manera provenga de ella. Misterio verdaderamente tremendo y que jamás se meditará bastante el que la salvación de muchos dependa de las oraciones y voluntarias mortificaciones de los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, dirigidas a este objeto, y de la cooperación que Pastores y fieles ―singularmente los padres y madres de familia― han de ofrecer a nuestro divino Salvador.
A las razones expuestas para probar que Cristo nuestro Señor es Cabeza de su Cuerpo social hemos de añadir ahora tres, íntimamente ligadas entre sí.
d) Por la semejanza
20. Comencemos por la mutua conformidad que existe entre la Cabeza y el Cuerpo, puesto que son de la misma naturaleza. Para lo cual es de notar que nuestra naturaleza, aunque inferior a la angélica, por la bondad de Dios supera a la de los ángeles: «Porque Cristo», como dice Santo Tomás, «es la cabeza de los ángeles. Porque Cristo es superior a los ángeles, aun en cuanto a la humanidad... Además, en cuanto hombre, ilumina a los ángeles e influye en ellos. Pero, si se trata ya de naturalezas, Cristo no es cabeza de los ángeles, porque no asumió la naturaleza angélica, sino ―según dice el Apóstol― la del linaje de Abrahán»[24]. Y no solamente asumió Cristo nuestra naturaleza, sino que, además, en un cuerpo frágil, pasible y mortal se ha hecho consanguíneo nuestro. Pues si el Verbo se «anonadó a sí mismo tomando la forma de esclavo» (Flp 2,7), lo hizo para hacer participantes de la naturaleza divina a sus hermanos según la carne (cf. 2P 1,4), tanto en este destierro terreno por medio de la gracia santificante, cuanto en la patria celestial por la eterna bienaventuranza. Por esto el Hijo Unigénito del Eterno Padre quiso hacerse hombre, para que nosotros fuéramos conformes a la imagen del Hijo de Dios (cf. Rm 8,29) y nos renovásemos según la imagen de aquel que nos creó (cf. Col 3,10). Por lo cual, todos los que se glorían de llevar el nombre de cristianos, no sólo han de contemplar a nuestro divino Salvador como un excelso y perfectísimo modelo de todas las virtudes, sino que, además, por el solícito cuidado de evitar los pecados y por el más esmerado empeño en ejercitar la virtud han de reproducir de tal manera en sus costumbres la doctrina y la vida de Jesucristo, que cuando apareciere el Señor sean hechos semejantes a Él en la gloria, viéndole tal como es (cf. 1Jn 3,2).
Y así como quiere Jesucristo que todos los miembros sean semejantes a Él, así también quiere que lo sea todo el Cuerpo de la Iglesia. Lo cual, en realidad, se consigue cuando ella, siguiendo las huellas de su Fundador, enseña, gobierna e inmola el divino Sacrificio. Ella, además, cuando abraza los consejos evangélicos, reproduce en sí misma la pobreza, la obediencia y la virginidad del Redentor. Ella, por las múltiples y variadas instituciones, que son como adornos con que se embellece, muestra en alguna manera a Cristo, ya contemplando en el monte, ya predicando a los pueblos, ya sanando a los enfermos y convirtiendo a los pecadores, ya, finalmente, haciendo bien a todos. No es, pues, de maravillar que la Iglesia, mientras se halla en esta tierra, padezca persecuciones, molestias y trabajos, a ejemplo de Cristo.
e) Por la plenitud
21. Es también Cristo Cabeza de la Iglesia, porque, al sobresalir Él por la plenitud y perfección de los dones celestiales, su Cuerpo místico recibe algo de aquella su plenitud. Porque ―como notan muchos Santos Padres― así como la cabeza de nuestro cuerpo mortal está dotada de todos los sentidos, mientras que las demás partes de nuestro organismo solamente poseen el sentido del tacto, así de la misma manera todas las virtudes, todos los dones, todos los carismas que adornan a la sociedad cristiana resplandecen perfectísimamente en su Cabeza, Cristo. «Plugo [al Padre] que habitara en Él toda plenitud» (Col 1,19). Brillan en Él los dones sobrenaturales que acompañan a la unión hipostática: puesto que en Él habita el Espíritu Santo con tal plenitud de gracia, que no puede imaginarse otra mayor. A Él ha sido dada «potestad sobre toda carne» (cf. Jn 17,2); en Él están abundantísimamente «todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2,3). Y posee de tal modo la ciencia de la visión beatífica, que tanto en amplitud como en claridad supera a la que gozan todos los bienaventurados del cielo. Y, finalmente, está tan lleno de gracia y santidad, que de su plenitud inexhausta todos participamos (cf. Jn 1,14-16).
f) Por el influjo
22. Estas palabras del discípulo predilecto de Jesús nos mueven a exponer la última razón por la cual se muestra de una manera especial que Cristo nuestro Señor es la Cabeza de su Cuerpo místico. Porque así como los nervios se difunden desde la cabeza a todos nuestros miembros, dándoles la facultad de sentir y de moverse, así nuestro Salvador derrama en su Iglesia su poder y eficacia, para que con ella los fieles conozcan más claramente y más ávidamente deseen las cosas divinas. De Él se deriva al Cuerpo de la Iglesia toda la luz con que los creyentes son iluminados por Dios, y toda la gracia con que se hacen santos, como Él es santo.
Cristo ilumina a toda su Iglesia; lo cual se prueba con casi innumerables textos de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres. «A Dios nadie jamás le vio; el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien nos lo ha dado a conocer» (cf. Jn 1,18). Viniendo de Dios como maestro (cf. Jn 3,2), para dar testimonio de la verdad (cf. Jn 18,37), de tal manera ilustró a la primitiva Iglesia de los apóstoles, que el Príncipe de ellos exclamó: «¿Señor, a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (cf. Jn 6,68); de tal manera asistió a los evangelistas desde el cielo, que escribieron, como miembros de Cristo, lo que conocieron como dictándoles la Cabeza[25]. Y aun hoy día es para nosotros, que moramos en este destierro, autor de nuestra fe, como será un día su consumador en la patria celestial (cf. Hb 12,2). Él infunde en los fieles la luz de la fe; Él enriquece con los dones sobrenaturales de ciencia, inteligencia y sabiduría a los pastores y a los doctores, y principalmente a su Vicario en la tierra, para que conserven fielmente el tesoro de la fe, lo defiendan con valentía, lo expliquen y corroboren piadosa y diligentemente; Él, por fin, aunque invisible, preside e ilumina a los concilios de la Iglesia[26].
23. Cristo es autor y causa de santidad. Porque no puede obrarse ningún acto saludable que no proceda de Él como de fuente sobrenatural. «Sin mí, nada podéis hacer» (cf. Jn 15,5). Cuando por los pecados cometidos nos movemos a dolor y penitencia, cuando con temor filial y con esperanza nos convertimos a Dios, siempre procedemos movidos por Él. La gracia y la gloria proceden de su inexhausta plenitud. Todos los miembros de su Cuerpo místico y, sobre todo, los más importantes, reciben del Salvador dones constantes de consejo, fortaleza, temor y piedad, a fin de que todo el cuerpo aumente cada día más en integridad y en santidad de vida. Y cuando los sacramentos de la Iglesia se administran con rito externo, Él es quien produce el efecto interior en las almas[27]. Y, asimismo, Él es quien, alimentando a los redimidos con su propia carne y sangre, apacigua los desordenados y turbulentos movimientos del alma; Él es el que aumenta las gracias y prepara la gloria a las almas y a los cuerpos. Y estos tesoros de su divina bondad los distribuye a los miembros de su Cuerpo místico, no sólo por el hecho de que los implora como hostia eucarística en la tierra y glorificada en el cielo, mostrando sus llagas y elevando oraciones al Eterno Padre, sino también porque escoge, determina y distribuye para cada uno las gracias peculiares, «según la medida de la donación de Cristo» (Ef 4,7). De donde se sigue que, recibiendo fuerza del divino Redentor, como de manantial primario, «todo el cuerpo trabado y concertado entre sí recibe por todos los vasos y conductos de comunicación, según la medida correspondiente a cada miembro, el aumento propio del cuerpo para su perfección mediante la caridad» (Ef 4,16; cf Col 2,19).
Cristo, «Sustentador» del Cuerpo
24. Lo que acabamos de exponer, venerables hermanos, explanando breve y concisamente la manera como quiere Cristo Nuestro Señor que de su divina plenitud afluyan sus abundantes dones a toda la Iglesia, para que ésta se le asemeje cuanto es posible, sirve no poco para explicar la tercera razón que demuestra cómo el Cuerpo social de la Iglesia se honra con el nombre de Cristo: la cual consiste en el hecho de que nuestro Redentor mismo sustenta con divino poder la sociedad por Él fundada.
Como sutil y agudamente advierte Belarmino[28], tal denominación Cuerpo de Cristo no solamente proviene de que Cristo debe ser considerado Cabeza de su Cuerpo místico, sino también de que de tal modo sustenta a su Iglesia, y en cierta manera vive en ella, que ésta subsiste casi como un segundo Cristo. Y así lo afirma el Doctor de las Gentes escribiendo a los corintios, cuando sin más aditamento llama Cristo a la Iglesia (cf. 1Cor 12,12), imitando en ello al divino Maestro que a él mismo, cuando perseguía a la Iglesia, le habló de esta manera: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (cf. Hch 9,4; 22,7; 26.14). Más aún, si creemos al Niseno, el Apóstol con frecuencia llama Cristo a la Iglesia[29]; y no ignoráis, venerables hermanos, aquella frase de San Agustín: «Cristo predica a Cristo»[30].
a) Por su misión jurídica
Sin embargo, tan excelso nombre no se ha de entender como si aquel vínculo inefable, por el que el Hijo de Dios asumió una concreta naturaleza humana, se hubiera de extender a la Iglesia universal; sino que significa cómo nuestro Salvador de tal manera comunica a su Iglesia los bienes que le son propios, que la Iglesia, en todos los órdenes de su vida, tanto visible como invisible, reproduce en sí lo más perfectamente posible la imagen de Cristo. Porque por la misión jurídica, con la que el divino Redentor envió a los apóstoles al mundo, como Él mismo había sido enviado por el Padre (cf. Jn 17,18 y 20,21), Él es quien por la Iglesia bautiza, enseña, gobierna, desata, liga, ofrece, sacrifica.
b) Por su Espíritu
25. Y por aquel don más elevado, interior y verdaderamente sublime, de que arriba hablamos, describiendo cómo influye la Cabeza en los miembros, Cristo nuestro Señor hace que la Iglesia viva de su misma vida divina, da vida a todo el Cuerpo con su virtud infinita, y alimenta y sustenta a cada uno de los miembros, según el lugar que en el Cuerpo ocupan, como la vid, si a ella están unidos, nutre sus sarmientos y hace que fructifiquen[31].
Y si consideramos atentamente este principio de vida y de virtud dado por Cristo, en cuanto constituye la fuente misma de todo don y de toda gracia creada, entenderemos fácilmente que no es otro sino el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, y que de una manera peculiar se llama «Espíritu de Cristo» o «Espíritu del Hijo» (Rm 8,9; 2Cor 3,17; Gál 4,6. Por obra de este Espíritu de gracia y de verdad el Hijo de Dios adornó su alma en el seno inmaculado de la Virgen; este Espíritu tiene sus delicias en habitar en el alma bienaventurada del Redentor como en su amadísimo templo; este Espíritu nos lo mereció Cristo con su sangre derramada en la cruz; este Espíritu, finalmente, alentado sobre sus apóstoles, lo concedió a la Iglesia para la remisión de los pecados (cf. Jn 20,22); y mientras sólo Cristo recibió este Espíritu sin medida (cf. Jn 3,34), a los miembros de su Cuerpo místico se les da, de la plenitud de Cristo, sólo en la medida de la donación del mismo Cristo (cf. Ef 1,8; 4,7). Y después que Cristo fue glorificado en la cruz, su Espíritu se comunica a la Iglesia con una efusión abundantísima, a fin de que Ella y cada uno de sus miembros se asemejen cada día más a nuestro Divino Salvador. El Espíritu de Cristo es el que nos hizo hijos adoptivos de Dios (cf Rm 8, 14-17; Gál 4, 6-7), para que algún día «todos nosotros, contemplando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, nos transformemos en la misma imagen de gloria en gloria» (cf. 2Cor 3,18).
c) Porque es el alma del Cuerpo místico
26. A este Espíritu de Cristo, como a principio invisible, ha de atribuirse también el que todas las partes estén íntimamente unidas, tanto entre sí como con su excelsa Cabeza, estando como está todo en la Cabeza, todo en el Cuerpo, todo en cada uno de los miembros, en los cuales está presente, asistiéndoles de muchas maneras y según sus diversos cargos y oficios, según el mayor o menor grado de perfección espiritual de que gozan. Él, con su celestial hálito de vida, ha de ser considerado como el principio de toda acción vital y saludable en todas las partes del Cuerpo místico. Él, aunque se halle presente por sí mismo en todos los miembros y en ellos obre con su divino influjo, se sirve del ministerio de los superiores para actuar en los inferiores. Él, finalmente, mientras engendra cada día nuevos miembros a la Iglesia con la acción de su gracia, rehúsa habitar con la gracia santificante en los miembros totalmente separados del Cuerpo. Presencia y operación del Espíritu de Cristo, que significó breve y concisamente nuestro sapientísimo predecesor León XIII, de inmortal memoria, en su encíclica Divinum illud, con estas palabras: «Baste saber que mientras Cristo es la Cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es su alma»[32].
Pero si consideramos esta virtud y fuerza vital, con la que toda la comunidad cristiana es sustentada por su Fundador, no ya en sí misma, sino en los efectos creados que de ella nacen, veremos que consiste en los dones celestiales que nuestro Redentor concede a la Iglesia juntamente con su Espíritu y produce a una con este mismo dador de la luz sobrenatural y autor de la santidad. Así que la Iglesia, lo mismo que todos sus santos miembros, pueden hacer suya esta sublime frase del Apóstol: «Y yo vivo, o más bien no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí» (Gál 2,20).
Cristo, «Salvador» del Cuerpo
27. Nuestra exposición en torno a la «Cabeza mística»[33] quedaría incompleta, si no tratáramos, siquiera brevemente, de aquel texto del Apóstol: «Cristo es la Cabeza de la Iglesia: El es el Salvador de su Cuerpo» (Ef 5,23). Porque con estas palabras se indica su última razón por la que el Cuerpo de la Iglesia se honra con el nombre de Cristo, a saber: que Cristo es el Salvador divino de este Cuerpo. Él, con toda justicia, fue llamado por los samaritanos «Salvador del mundo» (Jn 4,42); más aún, sin ninguna vacilación debe ser llamado «Salvador de todos», aunque con San Pablo hay que añadir: «mayormente de los fieles» (cf. 1Tm 4,10). Es decir, que con preferencia sobre los demás adquirió con su sangre aquellos sus miembros que constituyen la Iglesia (Hch 20,28). Pero, habiendo expuesto ya estas cosas cuando anteriormente hemos tratado del nacimiento de la Iglesia en la cruz, de Cristo dador de la luz y causa de la santidad y de él mismo como sustentador de su Cuerpo místico, no hay por qué las explanemos más largamente, sino más bien meditémoslas con ánimo humilde y atento, dando gracias incesantes a Dios. Y lo que nuestro Salvador incoó un día, cuando estaba pendiente de la cruz, no deja de hacerlo constantemente y sin interrupción en la patria bienaventurada: «Nuestra Cabeza ―dice San Agustín― intercede por nosotros: a unos miembros los recibe, a otros los azota, a unos los limpia, a otros los consuela, a otros los crea, a otros los llama, a otros los vuelve a llamar, a otros los corrige, a otros los reintegra»[34]. Y a Cristo debemos prestar ayuda en esta obra salvadora todos nosotros, pues «de uno mismo y por uno mismo recibimos la salvación y la damos»[35].
La Iglesia, Cuerpo «místico» de Cristo
28. Pasemos ya, venerables hermanos, a explicar y poner en su luz cómo ha de ser llamado místico el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Este calificativo, empleado ya por muchos escritores de la Edad Antigua, se ve confirmado por no pocos documentos de Sumos Pontífices. Y no hay sólo un motivo para usar aquel término, pues por una parte él hace que el cuerpo social de la Iglesia, cuya Cabeza y rector es Cristo, se pueda distinguir de su Cuerpo físico, que, nacido de la Virgen Madre de Dios, está sentado ahora a la diestra del Padre y se oculta bajo los velos eucarísticos; y por otra parte, hace que se le pueda distinguir ―cosa importante, dados los errores modernos― de todo cuerpo natural, físico o moral.
Porque mientras en un cuerpo natural el principio de unidad traba las partes, de suerte que éstas se ven privadas de la subsistencia propia, en el Cuerpo místico, por lo contrario, la fuerza que opera la recíproca unión, aunque íntima, junta entre sí los miembros de tal modo que cada uno disfruta plenamente de su propia personalidad. Añádase a esto que, si consideramos las mutuas relaciones entre el todo y los diversos miembros, en todo cuerpo físico vivo todos los miembros tienen como fin supremo solamente el provecho de todo el conjunto, mientras que todo organismo social de hombres, si se atiende a su fin último, está ordenado en definitiva al bien de todos y cada uno de los miembros, dada su cualidad de personas. Así que ―volviendo a nuestro asunto―, como el Hijo del Eterno Padre bajó del cielo para la salvación perdurable de todos nosotros, del mismo modo fundó y enriqueció con el Espíritu divino al Cuerpo de la Iglesia para procurar y obtener la felicidad de las almas inmortales, conforme a aquello del Apóstol: «Todo es vuestro y vosotros sois de Cristo; y Cristo es de Dios»[36]. Porque la Iglesia, fundada para el bien de los fieles, tiene como destino la gloria de Dios y del que Él envió, Jesucristo.
29. Y si comparamos el Cuerpo místico con el moral, entonces observaremos que la diferencia existente entre ambos no es pequeña, sino de suma importancia y trascendencia. Porque en el cuerpo que llamamos moral el principio de unidad no es sino el fin común y la cooperación común de todos a un mismo fin por medio de la autoridad social; mientras que en el Cuerpo místico, de que tratamos, a esta cooperación se añade otro principio interno que, existiendo de hecho y actuando en toda la contextura y en cada una de sus partes, es de tal excelencia que por sí mismo sobrepuja inmensamente a todos los vínculos de unidad que sirven para la trabazón del cuerpo físico o moral. Es éste, como dijimos arriba, un principio no de orden natural, sino sobrenatural, más aún, absolutamente infinito e increado en sí mismo, a saber, el Espíritu divino, quien, como dice el Angélico, «siendo uno y el mismo numéricamente, llena y une a toda la Iglesia»[37].
El justo sentido de esta palabra nos recuerda, según eso, cómo la Iglesia, que ha de ser tenida por una sociedad perfecta en su género, no se compone sólo de elementos y constitutivos sociales y jurídicos. Es ella muy superior a todas las demás sociedades humanas[38], a las cuales supera como la gracia sobrepasa a la naturaleza y como lo inmortal aventaja a todas las cosas perecederas[39]. Y no es que se haya de menospreciar ni tener en poco a estas otras comunidades, y, sobre todo, a la sociedad civil; sin embargo, no está toda la Iglesia en el orden de estas cosas, como no está todo el hombre en la contextura material de nuestro cuerpo mortal[40]. Pues, aunque las relaciones jurídicas, en las que también estriba y se establece la Iglesia, proceden de la constitución divina dada por Cristo y contribuyen al logro del fin supremo, con todo, lo que eleva a la sociedad cristiana a un grado que está por encima de todos los órdenes de la naturaleza es el Espíritu de nuestro Redentor, que, como manantial de todas las gracias, dones y carismas, llena constante e íntimamente a la Iglesia y obra en ella. Porque, así como el organismo de nuestro cuerpo mortal, aun siendo obra maravillosa del Creador, dista muchísimo de la excelsa dignidad de nuestra alma, así la estructura de la sociedad cristiana, aunque está pregonando la sabiduría de su divino Arquitecto, es, sin embargo, una cosa de orden inferior si se la compara ya con los dones espirituales que la engalanan y vivifican, ya con su manantial divino.
La Iglesia jurídica y la Iglesia caridad
30. De cuanto venimos escribiendo y explicando, venerables hermanos, se deduce absolutamente el grave error de los que a su arbitrio se forjan una Iglesia latente e invisible, así como el de los que la tienen por una institución humana dotada de una cierta norma de disciplina y de ritos externos, pero sin la comunicación de una vida sobrenatural[41]. Por lo contrario, a la manera que Cristo, Cabeza y dechado de la Iglesia, «no es comprendido íntegramente, si en Él se considera sólo la naturaleza humana visible... o sola la divina e invisible naturaleza..., sino que es uno solo con ambas y en ambas naturalezas..., así también acontece en su Cuerpo místico»[42], toda vez que el Verbo de Dios asumió una naturaleza humana pasible para que el hombre, una vez fundada una sociedad visible y consagrada con sangre divina, «fuera llevado por un gobierno visible a las cosas invisibles»[43].
Por lo cual lamentamos y reprobamos asimismo el funesto error de los que sueñan con una Iglesia ideal, a manera de sociedad alimentada y formada por la caridad, a la que ―no sin desdén― oponen otra que llaman jurídica. Pero se engañan al introducir semejante distinción, pues no entienden que el divino Redentor, por este mismo motivo, quiso que la comunidad por Él fundada fuera una sociedad perfecta en su género y dotada de todos los elementos jurídicos y sociales: para perpetuar en este mundo la obra divina de la redención[44]. Y para lograr este mismo fin, procuró que estuviera enriquecida con celestiales dones y gracias por el Espíritu Paráclito. El Eterno Padre la quiso, ciertamente, como «reino del Hijo de su amor» (Col 1,13); pero un verdadero reino, en el que todos sus fieles le rindiesen pleno homenaje de su entendimiento y voluntad[45], y con ánimo humilde y obediente se asemejasen a Aquel que por nosotros «se hizo obediente hasta la muerte» (Flp 2,8). No puede haber, por consiguiente, ninguna verdadera oposición o pugna entre la misión invisible del Espíritu Santo y el oficio jurídico que los pastores y doctores han recibido de Cristo; pues estas dos realidades ―como en nosotros el cuerpo y el alma― se completan y perfeccionan mutuamente y proceden del mismo Salvador nuestro, quien no sólo dijo al infundir el soplo divino: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22), sino también imperó con expresión clara: «Como me envió el Padre, así os envío yo» (ibíd., 20,21); y asimismo: «El que a vosotros oye, a mí me oye» (Lc 10,16).
Y si en la Iglesia se descubre algo que arguye la debilidad de nuestra condición humana, ello no debe atribuirse a su constitución jurídica, sino más bien a la deplorable inclinación de los individuos al mal; inclinación, que su divino Fundador permite aun en los más altos miembros del Cuerpo místico, para que se pruebe la virtud de las ovejas y de los pastores y para que en todos aumenten los méritos de la fe cristiana. Porque Cristo, como dijimos arriba, no quiso excluir a los pecadores de la sociedad por Él formada; si, por lo tanto, algunos miembros están aquejados de enfermedades espirituales, no por ello hay razón para disminuir nuestro amor a la Iglesia, sino más bien para aumentar nuestra compasión hacia sus miembros.
Y, ciertamente, esta piadosa Madre brilla sin mancha alguna en los sacramentos, con los que engendra y alimenta a sus hijos; en la fe, que en todo tiempo conserva incontaminada; en las santísimas leyes, con que a todos manda, y en los consejos evangélicos, con que amonesta; y, finalmente, en los celestiales dones y carismas con los que, inagotable en su fecundidad[46], da a luz incontables ejércitos de mártires, vírgenes y confesores. Y no se le puede imputar a ella si algunos de sus miembros yacen postrados, enfermos o heridos, en cuyo nombre pide ella a Dios todos los días: Perdónanos nuestras deudas, y a cuyo cuidado espiritual se aplica sin descanso con ánimo maternal y esforzado.
De modo que, cuando llamamos místico al Cuerpo de Jesucristo, el mismo significado de la palabra nos amonesta gravemente, amonestación que en cierta manera resuena en aquellas palabras de San León: «Conoce, oh cristiano, tu dignidad, y, una vez hecho participante de la naturaleza divina, no quieras volver a la antigua vileza con tu conducta degenerada. Acuérdate de qué Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro»[47].
II. UNIÓN DE LOS FIELES CON CRISTO
31. Plácenos ahora, venerables hermanos, tratar muy de propósito de nuestra unión con Cristo en el Cuerpo de la Iglesia, que si ―como con toda razón afirma San Agustín[48]― es cosa grande, misteriosa y divina, por eso mismo sucede con frecuencia que algunos la entienden y explican desacertadamente. Y, ante todo, es evidente que se trata de una misión estrechísima. Y así es como, en la Sagrada Escritura, se la coteja con el vínculo del santo matrimonio y se la compara con la unidad vital de los sarmientos y la vida y la del organismo de nuestro cuerpo (cf. Ef 5,22-23; Jn 15, 1-5; Ef 4,16); y en los mismos libros inspirados se la presenta tan íntima que antiquísimos documentos, constantemente transmitidos por los Santos Padres y fundados en aquello del Apóstol: «El mismo [Cristo] es la cabeza de la Iglesia» (Col 1,18), enseñan que el Redentor divino constituye con su Cuerpo social una sola persona mística, o, como dice San Agustín, «el Cristo íntegro»[49]. Más aún, nuestro mismo Salvador, en su oración sacerdotal, no dudó en comparar esta unión con aquella admirable unidad por la que el Hijo está en el Padre y el Padre en el Hijo (Jn 17,21-23).
Vínculos jurídicos y sociales
Nuestra trabazón en Cristo y con Cristo consiste, en primer lugar, en que, siendo la muchedumbre cristiana por voluntad de su Fundador un Cuerpo social y perfecto, ha de haber una unión de todos sus miembros por lo mismo que todos tienden a un mismo fin. Y cuanto más noble es el fin que persigue esta unión y más divina la fuente de que brota, tanto más excelente será sin duda su unidad. Ahora bien, el fin es altísimo: la continua santificación de los miembros del mismo Cuerpo para gloria de Dios y del Cordero que fue sacrificado (Ap 5, 121-13). Y la fuente es divinísima, a saber: no sólo el beneplácito del Eterno Padre y la solícita voluntad de nuestro Salvador, sino también el interno soplo e impulso del Espíritu Santo en nuestras mentes y en nuestras almas. Porque si ni siquiera un mínimo acto que lleve a la salvación puede ser realizado sino en virtud del Espíritu Santo, ¿cómo podrán tender innumerables muchedumbres de todas las naciones y pueblos de común acuerdo a la mayor gloria de Dios trino y uno, sino por virtud de Aquel que procede del Padre y del Hijo por un solo y eterno hálito de amor?
Por otra parte, debiendo ser este Cuerpo social de Cristo, como dijimos arriba, visible por voluntad de su Fundador, es menester que semejante unión de todos los miembros se manifieste también exteriormente, ya en la profesión de una misma fe, ya en la comunicación de unos mismos sacramentos, así en la participación de un mismo sacrificio como, finalmente, en la activa observancia de unas mismas leyes. Y, además, es absolutamente necesario que esté visible a los ojos de todos la Cabeza suprema que guíe eficazmente, para obtener el fin que se pretende, la mutua cooperación de todos: nos referimos al Vicario de Jesucristo en la tierra. Porque así como el divino Redentor envió el Espíritu Paráclito de verdad para que, haciendo sus veces (cf Jn 14, 16.26), asumiera el gobierno invisible de la Iglesia, así también encargó a Pedro y a sus sucesores que, haciendo sus veces en la tierra, desempeñaran también el régimen visible de la sociedad cristiana.
Virtudes teologales
32. A estos vínculos jurídicos, que ya por sí solos bastan para superar a todos los otros vínculos de cualquiera sociedad humana por elevada que sea, es necesario añadir otro motivo de unidad por razón de aquellas tres virtudes que tan estrechamente nos juntan uno a otro y con Dios, a saber: la fe, la esperanza y la caridad cristiana.
Pues, como enseña el Apóstol, «uno es el Señor, una la fe» (Ef 4,5), es decir, la fe con la que nos adherimos a un solo Dios y al que Él envió, Jesucristo (cf. Jn 17,3). Y cuán íntimamente nos une esta fe con Dios, nos lo enseñan las palabras del discípulo predilecto de Jesús: «Quienquiera que confesare que Jesús es el Hijo de Dios, Dios está en él y él en Dios» (1Jn 4,15). Y no es menos lo que esta fe cristiana nos une mutuamente y con la divina Cabeza. Porque cuantos somos creyentes, «teniendo... el mismo espíritu de fe» (2Cor 4,13), nos alumbramos con la misma luz de Cristo, nos alimentamos con el mismo manjar de Cristo y somos gobernados por la misma autoridad y magisterio de Cristo. Y si en todos florece el mismo espíritu de fe, vivimos todos también la misma vida «en la fe del Hijo de Dios, que nos amó y se entregó por nosotros» (cf. Gál 2,20); y Cristo, Cabeza nuestra, acogido por nosotros y morando en nuestros corazones por la fe viva (cf. Ef 3,17), así como es el autor de nuestra fe, así también será su consumador (cf. Hb 12,2).
Si por la fe nos adherimos a Dios en esta tierra como a fuente de verdad, por la virtud de la esperanza cristiana lo deseamos como a manantial de felicidad, «aguardando la bienaventurada esperanza y la venida gloriosa del gran Dios» (Tit 2,13). Y por aquel anhelo común del Reino celestial, que nos hace renunciar aquí a una ciudadanía permanente para buscar la futura (cf. Hb 13,14) y aspirar a la gloria celestial, no dudó el Apóstol de las Gentes en decir: «Un cuerpo y un Espíritu, como habéis sido llamados a una misma esperanza de vuestra vocación» (Ef 4,4); más aún, Cristo reside en nosotros como esperanza de gloria (cf. Col 1,27).
33. Pero si los lazos de la fe y esperanza que nos unen a nuestro divino Redentor en su Cuerpo místico son de gran firmeza e importancia, no son de menor valor y eficacia los vínculo de la caridad. Porque si, aun en las cosas naturales, el amor, que engendra la verdadera amistad, es de lo más excelente, ¿qué diremos de aquel amor celestial que el mismo Dios infunde en nuestras almas? «Dios es caridad: y quien permanece en la caridad, permanece en Dios y Dios en él» (1Jn 4,16). En virtud, por decirlo así, de una ley establecida por Dios, esta caridad hace que al amarle nosotros le hagamos descender amoroso, conforme a aquello: «Si alguno me ama..., mi Padre le amará, y vendremos a él y pondremos en él nuestra morada» (Jn 14,23). La caridad, por consiguiente, es la virtud que ―más estrechamente que toda otra virtud― nos une con Cristo, en cuyo celestial amor abrasados tantos hijos de la Iglesia se alegraron al sufrir injurias por Él y soportarlo y superarlo todo, aun lo más arduo, hasta el último aliento y hasta derramar su sangre. Por lo cual nuestro divino Salvador nos exhorta encarecidamente con estas palabras: Permaneced en mi amor. Y como quiera que la caridad es una cosa estéril y completamente vana si no se manifiesta y actúa en las buenas obras, por eso añadió en seguida: «Si observáis mis preceptos, permaneceréis en mi amor, como yo mismo he observado los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor» (Jn 15, 9-10.
Pero es menester que a este amor a Dios y a Cristo corresponda la caridad para con el prójimo. Porque ¿cómo podremos asegurar que amamos a nuestro Divino Redentor, si odiamos a los que él redimió con su preciosa sangre para hacerlos miembros de su Cuerpo místico? Por eso el Apóstol predilecto de Cristo nos amonesta así: «Si alguno dijere que ama a Dios mientras odia a su hermano, es mentiroso. Porque quien no ama a su hermano, a quien tiene ante los ojos, ¿cómo puede amar a Dios, a quien no ve? Y este mandato hemos recibido de Dios: que quien ame a Dios, ame también a su hermano» (1Jn 4,20-21). Más aún: se debe afirmar que estaremos tanto más unidos con Dios y con Cristo, cuanto más seamos miembros uno de otro (Rm 12,5) y más solícitos recíprocamente (1Cor 12,25); como, por otra parte, tanto más unidos y estrechados estaremos por la caridad cuanto más encendido sea el amor que nos junte a Dios y a nuestra divina Cabeza.
34. Ya antes del principio del mundo el Unigénito Hijo de Dios nos abrazó con su eterno e infinito conocimiento y con su amor perpetuo. Y, para manifestarnos éste de un modo visible y admirable, unió a sí nuestra naturaleza con unión hipostática, en virtud de la cual ―advierte San Máximo de Turín con candorosa sencillez―: «en Cristo nos ama nuestra carne»[50].
Mas aquel amorosísimo conocimiento, que desde el primer momento de su encarnación tuvo de nosotros el Redentor divino, está por encima de todo el alcance escrutador de la mente humana, porque, en virtud de aquella visión beatífica de que disfrutó, apenas recibido en el seno de la Madre divina, tiene siempre y continuamente presentes a todos los miembros del Cuerpo místico y los abraza con su amor salvífico. ¡Oh admirable dignación de la piedad divina para con nosotros! ¡Oh inapreciable orden de la caridad infinita! En el pesebre, en la cruz, en la gloria eterna del Padre, Cristo ve ante sus ojos y tiene a sí unidos a todos los miembros de la Iglesia con mucha más claridad y mucho más amor que una madre conoce y ama al hijo que lleva en su regazo, que cualquiera se conoce y ama a sí mismo.
Por lo dicho se ve fácilmente, venerables hermanos, por qué escribe tantas veces San Pablo que Cristo está en nosotros y nosotros en Cristo. Ello ciertamente se confirma con una razón más profunda. Porque, como expusimos antes con suficiente amplitud, Cristo está en nosotros por su Espíritu, el cual nos comunica, y por el que de tal suerte obra en nosotros, que todas las cosas divinas, llevadas a cabo por el Espíritu Santo en las almas, se han de decir también realizadas por Cristo[51]. «Si alguien no tiene el Espíritu de Cristo ―dice el Apóstol-―, no es de Él; pero si Cristo está en vosotros..., el espíritu vive en virtud de la justificación» (Rm 8,9-10).
Esta misma comunicación del Espíritu de Cristo hace que, al derivarse a todos los miembros de la Iglesia todos los dones, virtudes y carismas que con la máxima excelencia, abundancia y eficacia encierra la Cabeza, y al perfeccionarse en ellos día por día según el sitio que ocupan en el Cuerpo místico de Jesucristo, la Iglesia viene a ser como la plenitud y el complemento del Redentor; y Cristo viene en cierto modo a completarse del todo en la Iglesia[52]. Con las cuales palabras hemos tocado la misma razón por la cual, según la ya indicada doctrina de San Agustín, la Cabeza mística, que es Cristo, y la Iglesia, que en esta tierra hace sus veces, como un segundo Cristo, constituyen un solo hombre nuevo, en el que se juntan cielo y tierra para perpetuar la obra salvífica de la cruz; este hombre nuevo es Cristo, Cabeza y Cuerpo, el Cristo íntegro.
35. No ignoramos, ciertamente, que para la inteligencia y explicación de esta recóndita doctrina ―que se refiere a nuestra unión con el divino Redentor y de modo especial a la inhabitación del Espíritu Santo en nuestras almas― se interponen muchos velos, en los que la misma doctrina queda como envuelta por cierta oscuridad, supuesta la debilidad de nuestra mente. Pero sabemos que de la recta y asidua investigación de esta cuestión, así como del contraste de las diversas opiniones y de la coincidencia de pareceres, cuando el amor de la verdad y el rendimiento debido a la Iglesia guían el estudio, brotan y se desprenden preciosos rayos con los que se logra un adelanto real también en estas disciplinas sagradas. No censuramos, por lo tanto, a los que usan diversos métodos para penetrar e ilustrar en lo posible tan profundo misterio de nuestra admirable unión con Cristo. Pero todos tengan por norma general e inconcusa, si no quieren apartarse de la genuina doctrina y del verdadero magisterio de la Iglesia, la siguiente: han de rechazar, tratándose de esta unión mística, toda forma que haga a los fieles traspasar de cualquier modo el orden de las cosas creadas e invadir erróneamente lo divino, sin que ni un solo atributo, propio del sempiterno Dios, pueda atribuírsele como propio. Y, además, sostengan firmemente y con toda certeza que en estas cosas todo es común a la Santísima Trinidad, puesto que todo se refiere a Dios como a suprema cosa eficiente.
También es necesario que adviertan que aquí se trata de un misterio oculto, el cual, mientras estemos en este destierro terrenal, de ningún modo se podrá penetrar con plena claridad ni expresarse con lengua humana. Se dice que las divinas Personas habitan en cuanto que, estando presentes de una manera inescrutable en las almas creadas dotadas de entendimiento, entran en relación con ellas por el conocimiento y el amor[53], aunque completamente íntimo y singular, absolutamente sobrenatural. Para aproximarnos un tanto a comprender esto hemos de usar el método que el concilio Vaticano[54] recomienda mucho en estas materias: esto es, que si se procura obtener luz para conocer un tanto los arcanos de Dios, se consigue comparando los mismos entre sí y con el fin último al que están enderezados. Oportunamente, según eso, al hablar nuestro sapientísimo antecesor León XIII, de feliz memoria, de esta nuestra unión con Cristo y del divino Paráclito que en nosotros habita, tiende sus ojos a aquella visión beatífica por la que esta misma trabazón mística obtendrá algún día en los cielos su cumplimiento y perfección, y dice: «Esta admirable unión, que propiamente se llama inhabitación, y que sólo en la condición o estado [viadores, en la tierra], mas no en la esencia, se diferencia de aquella con que Dios abraza a los del cielo, beatificándolos»[55]. Con la cual visión será posible, de una manera absolutamente inefable, contemplar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo con los ojos de la mente, elevados por luz superior; asistir de cerca por toda la eternidad a las procesiones de las personas divinas y ser feliz con un gozo muy semejante al que hace feliz a la santísima e indivisa Trinidad.
Lo que llevamos expuesto de esta estrechísima unión del Cuerpo místico de Jesucristo con su Cabeza, nos parecería incompleto si no añadiéramos aquí algo cuando menos acerca de la Santísima Eucaristía, que lleva esta unión como a su cumbre en esta vida mortal.
36. Cristo nuestro Señor quiso que esta admirable y nunca bastante alabada unión, por la que nos juntamos entre nosotros y con nuestra divina Cabeza, se manifestara a los fieles de un modo singular por medio del Sacrificio Eucarístico. Porque en él los ministros sagrados hacen las veces no sólo de nuestro Salvador, sino también del Cuerpo místico y de cada uno de los fieles; y en él también los mismos fieles, reunidos en comunes deseos y oraciones, ofrecen al Eterno Padre, por las manos del sacerdote, el Cordero sin mancilla hecho presente en el altar a la sola voz del mismo sacerdote, como hostia agradabilísima de alabanza y propiciación por las necesidades de toda la Iglesia. Y así como el divino Redentor, al morir en la cruz, se ofreció, a sí mismo, al Eterno Padre como Cabeza de todo el género humano, así también «en esta oblación pura» (Mal 1,11) no solamente se ofrece al Padre celestial como Cabeza de la Iglesia, sino que ofrece en sí mismo a sus miembros místicos, ya que a todos ellos, aun a los más débiles y enfermos, los incluye amorosísimamente en su Corazón.
El sacramento de la Eucaristía, además de ser una imagen viva y admirabilísima de la unidad de la Iglesia ―puesto que el pan que se consagra se compone de muchos granos que se juntan, para formar una sola cosa[56]― nos da al mismo autor de la gracia sobrenatural, para que tomemos de él aquel Espíritu de caridad que nos haga vivir no ya nuestra vida, sino la de Cristo y amar al mismo Redentor en todos los miembros de su Cuerpo social.
Si, pues, en las tristísimas circunstancias que hoy nos acongojan son muy numerosos los que tienen tal devoción a Cristo nuestro Señor, oculto bajo los velos eucarísticos, que ni la tribulación, ni la angustia, ni el hambre, ni la desnudez, ni el peligro, ni la persecución, ni la espada los pueden separar de su caridad (cf. Rm 8,35), ciertamente en este caso la sagrada comunión, que no sin designio de la divina Providencia ha vuelto a recibirse en estos últimos tiempos con mayor frecuencia, ya desde la niñez, llegará a ser fuente de la fortaleza que no rara vez suscita y forja verdaderos héroes cristianos.
III. EXHORTACION PASTORAL
37. Esto es, venerables hermanos, lo que piadosa y rectamente entendido y diligentemente mantenido por los fieles, les podrá librar más fácilmente de aquellos errores que provienen de haber emprendido algunos arbitrariamente el estudio de esta difícil cuestión no sin gran riesgo de la fe católica y perturbación de los ánimos.
Porque no faltan quienes ―no advirtiendo bastante que el apóstol Pablo habló de esta materia sólo metafóricamente, y no distinguiendo suficientemente, como conviene, los significados propios y peculiares de cuerpo físico, moral y místico―, fingen una unidad falsa y equivocada, juntando y reuniendo en una misma persona física al divino Redentor con los miembros de la Iglesia y, mientras atribuyen a los hombres propiedades divinas, hacen a Cristo nuestro Señor sujeto a los errores y a las debilidades humanas. Esta doctrina falaz, en pugna completa con la fe católica y con los preceptos de los Santos Padres, es también abiertamente contraria a la mente y al pensamiento del Apóstol, quien aun uniendo entre sí con admirable trabazón a Cristo y su Cuerpo místico, los opone uno a otro como el Esposo a la Esposa (cf. Ef 5,22-23).
38. Ni menos alejado de la verdad está el peligroso error de los que pretenden deducir de nuestra unión mística con Cristo una especie de quietismo disparatado, que atribuye únicamente a la acción del Espíritu divino toda la vida espiritual del cristiano y su progreso en la virtud, excluyendo ―por lo tanto― y despreciando la cooperación y ayuda que nosotros debemos prestarle. Nadie, en verdad, podrá negar que el Santo Espíritu de Jesucristo es el único manantial del que proviene a la Iglesia y sus miembros toda virtud sobrenatural. Porque, como dice el Salmista, «la gracia y la gloria la dará el Señor» (Sal 83,12). Sin embargo, el que los hombres perseveren constantes en sus santas obras, el que aprovechen con fervor en gracia y en virtud, el que no sólo tiendan con esfuerzo a la cima de la perfección cristiana sino que estimulen también en lo posible a los otros a conseguirla, todo esto el Espíritu celestial no lo quiere obrar sin que los mismos hombres pongan su parte con diligencia activa y cotidiana. «Porque los beneficios divinos ―dice San Ambrosio― no se otorgan a los que duermen, sino a los que velan»[57]. Que si en nuestro cuerpo mortal los miembros adquieren fuerza y vigor con el ejercicio constante, con mayor razón sucederá eso en el Cuerpo social de Jesucristo, en el que cada uno de los miembros goza de propia libertad, conciencia e iniciativa. Por eso quien dijo: «Y yo vivo, o más bien yo no soy el que vivo: sino que Cristo vive en mí» (Gál 2,20), no dudó en afirmar: «la gracia suya [es decir, de Dios] no estuvo baldía en mí, sino que trabajé más que todos aquéllos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo» (1Cor 15,10). Es, pues, del todo evidente que con estas engañosas doctrinas el misterio de que tratamos, lejos de ser de provecho espiritual para los fieles, se convierte miserablemente en su ruina.
39. Esto mismo sucede con las falsas opiniones de los que aseguran que no hay que hacer tanto caso de la confesión frecuente de los pecados veniales, cuando tenemos aquella más aventajada confesión general que la Esposa de Cristo hace cada día, con sus hijos unidos a ella en el Señor, por medio de los sacerdotes, cuando están para ascender al altar de Dios. Cierto que, como bien sabéis, venerables hermanos, estos pecados veniales se pueden expiar de muchas y muy loables maneras; mas para progresar cada día con mayor fervor en el camino de la virtud, queremos recomendar con mucho encarecimiento el piadoso uso de la confesión frecuente, introducido por la Iglesia no sin una inspiración del Espíritu Santo: con él se aumenta el justo conocimiento propio, crece la humildad cristiana, se hace frente a la tibieza e indolencia espiritual, se purifica la conciencia, se robustece la voluntad, se lleva a cabo la saludable dirección de las conciencias y aumenta la gracia en virtud del sacramento mismo. Adviertan, pues, los que disminuyen y rebajan el aprecio de la confesión frecuente entre los seminaristas, que acometen empresa extraña al Espíritu de Cristo y funestísima para el Cuerpo místico de nuestro Salvador.
40. Hay, además, algunos que niegan a nuestras oraciones toda eficacia propiamente impetratoria o que se esfuerzan por insinuar entre las gentes que las oraciones dirigidas a Dios en privado son de poca monta, mientras las que valen de hecho son más bien las públicas, hechas en nombre de la Iglesia, pues brotan del Cuerpo místico de Jesucristo. Todo eso es, ciertamente, erróneo: porque el divino Redentor tiene estrechamente unidas a sí no sólo a su Iglesia, como a Esposa que es amadísima, sino en ella también a las almas de cada uno de los fieles, con quienes ansía conversar muy íntimamente, sobre todo después que se acercaren a la Mesa Eucarística. Y aunque la oración común y pública, como procedente de la misma Madre Iglesia, aventaja a todas las otras por razón de la dignidad de la Esposa de Cristo, sin embargo, todas las plegarias, aun las dichas muy en privado, lejos de carecer de dignidad y virtud, contribuyen muchísimo a la utilidad del mismo Cuerpo místico en general, ya que en él todo lo bueno y justo que obra cada uno de los miembros redunda, por la comunión de los Santos, en bien de todos. Y nada impide a cada uno de los hombres, por el hecho de ser miembros de este Cuerpo, el que pidan para sí mismos gracias especiales, aun de orden terrenal, mas guardando la sumisión a la voluntad divina, pues son personas libres y sujetas a sus propias necesidades individuales[58]. Y cuán grande aprecio hayan de tener todos de la meditación de las cosas celestiales se demuestra no sólo por las enseñanzas de la Iglesia, sino también por el uso y ejemplo de todos los santos.
Ni faltan, finalmente, quienes dicen que no hemos de dirigir nuestras oraciones a la persona misma de Jesucristo, sino más bien a Dios o al Eterno Padre por medio de Cristo, puesto que se ha de tener a nuestro Salvador, en cuanto Cabeza de su Cuerpo místico, tan sólo en razón de «mediador entre Dios y los hombres» (cf. 1Tm 2.5). Sin embargo, esto no sólo se opone a la mente de la Iglesia y a la costumbre de los cristianos, sino que contraría aún a la verdad. Porque, hablando con propiedad y exactitud, Cristo es a la vez, según su doble naturaleza, Cabeza de toda la Iglesia[59]. Además, Él mismo aseguró solemnemente: «Si algo me pidiereis en mi nombre, lo haré» (Jn 14,14). Y aunque principalmente en el Sacrificio Eucarístico ―en el cual Cristo es a un tiempo sacerdote y hostia y desempeña de una manera peculiar el oficio de conciliador― las oraciones se dirigen con frecuencia al Eterno Padre por medio de su Unigénito, sin embargo, no es raro que aun en este mismo sacrificio se eleven también preces al mismo divino Redentor, ya que todos los cristianos deben conocer y entender claramente que el hombre Cristo Jesús es el mismo Hijo de Dios, y el mismo Dios. Aún más: mientras la Iglesia militante adora y ruega al Cordero sin mancha y a la sagrada Hostia, en cierta manera parece responder a la voz de la Iglesia triunfante que perpetuamente canta: «Al que está sentado en el trono y al Cordero: bendición y honor y gloria e imperio por los siglos de los siglos» (Ap 5,13).
41. Después que, como Maestro de la Iglesia universal, hemos iluminado las mentes con la luz de la verdad, explicando cuidadosamente este misterio que comprende la arcana unión de todos nosotros con Cristo, juzgamos, venerables hermanos, propio de nuestro oficio pastoral estimular también los ánimos a amar íntimamente este místico Cuerpo con aquella encendida caridad que se manifiesta no sólo en el pensamiento y en las palabras, sino también en las mismas obras.
Porque si los que profesaban la Antigua Ley cantaron de su Ciudad terrenal: «Si me olvidare de ti, Jerusalén, sea entregada al olvido mi diestra; mi lengua péguese a mis fauces si no me acordare de ti, si no me propusiere a Jerusalén como el principio de mi alegría» (Sal 136, 5-6), con cuánta mayor gloria y más efusivo gozo no nos hemos de regocijar nosotros porque habitamos una Ciudad construida en el monte santo con vivas y escogidas piedras, «siendo Cristo Jesús la primera piedra angular» (Ef 2,20; 1P 2,4-5).
Puesto que nada más glorioso, nada más noble, nada, a la verdad, más honroso se puede pensar que formar parte de la Iglesia santa, católica, apostólica y romana, por medio de la cual somos hechos miembros de un solo y tan venerado Cuerpo, somos dirigidos por una sola y excelsa Cabeza, somos penetrados de un solo y divino Espíritu; somos, por último, alimentados en este terrenal destierro con una misma doctrina y un mismo angélico Pan, hasta que, por fin, gocemos en los cielos de una misma felicidad eterna.
42. Mas, para que no seamos engañados por el ángel de las tinieblas que se transfigura en ángel de luz (2Cor 11,14), sea ésta la suprema ley de nuestro amor: que amemos a la Esposa de Cristo cual Cristo mismo la quiso, al conquistarla con su sangre. Conviene, pues, que tengamos gran afecto no sólo a los sacramentos con los que la Iglesia, piadosa Madre, nos alimenta; no sólo a las solemnidades con las que nos solaza y alegra, y a los sagrados cantos y a los ritos litúrgicos que elevan nuestras mentes a las cosas celestiales, sino también a los sacramentales y a los diversos ejercicios de piedad, mediante los cuales la misma Iglesia suavemente atiende a que las almas de los fieles, con gran consuelo, se sientan suavemente llenas del Espíritu de Cristo. Ni sólo tenemos el deber de corresponder, como conviene a hijos, a aquella su maternal piedad para con nosotros, sino también el de reverenciar su autoridad, recibida de Cristo, y que cautiva nuestros entendimientos en obsequio del mismo Cristo (2Cor 10,5); y por esta razón se nos ordena sujetarnos a sus leyes y a sus preceptos morales, a veces un tanto duros para nuestra naturaleza, caída de su primera inocencia; y que reprimamos con la mortificación voluntaria nuestro cuerpo rebelde; más aún, se nos aconseja abstenernos también, de vez en cuando, de las cosas agradables aunque sean lícitas. No basta amar este Cuerpo místico por el esplendor de su divina Cabeza y de sus celestiales dotes, sino que debemos amarlo también con amor eficaz, según se manifiesta en nuestra carne mortal, es decir, constituido por elementos humanos y débiles, aun cuando éstos a veces no respondan debidamente al lugar que ocupan en aquel venerable Cuerpo.
43. Mas, para que este amor sólido e íntegro more en nuestras almas y aumente de día en día, es necesario que nos acostumbremos a ver en la Iglesia al mismo Cristo. Porque Cristo es quien vive en su Iglesia, quien por medio de ella enseña, gobierna y confiere la santidad; Cristo es también quien de varios modos se manifiesta en sus diversos miembros sociales. Cuando, según eso, los fieles todos se esfuercen realmente por vivir con este espíritu de fe viva, entonces ciertamente no sólo honrarán y rendirán el debido acatamiento a los miembros más elevados de este Cuerpo místico y, sobre todo, a los que, por mandato de la divina Cabeza, habrán de dar un día cuenta de nuestras almas (cf. Hb 13,17), sino que también tendrán su preocupación por quienes nuestro Salvador mostró amor singularísimo: es decir, por los débiles, por los heridos, por los enfermos, que necesitan la medicina natural o sobrenatural; por los niños, cuya inocencia corre hoy tantos peligros y cuyas tiernas almas se modelan como la cera; por los pobres, finalmente, a quienes debemos socorrer reconociendo en ellos con suma piedad la misma persona de Jesucristo.
Porque, como justamente advierte el Apóstol: «Mucho más necesarios son aquellos miembros del cuerpo que parecen más débiles, y a los que juzgamos miembros más viles del cuerpo, a éstos ceñimos con mayor adorno» (1Cor 12,22-23). Expresión gravísima, que, por razón de nuestro altísimo oficio, juzgamos deber repetir ahora, cuando con íntima aflicción vemos cómo a veces se priva de la vida a los contrahechos, a los dementes, a los afectados por enfermedades hereditarias, por considerarlos como una carga molesta para la sociedad; y cómo algunos alaban esta manera de proceder como una nueva invención del progreso humano, sumamente provechoso a la utilidad común. Pero ¿qué hombre sensato no ve que esto se opone gravísimamente no sólo a la ley natural y divina[60], grabada en la conciencia de todos, sino también a los más nobles sentimientos humanos? La sangre de estos hombres, tanto más amados del Redentor cuanto más dignos de compasión, «clama a Dios desde la tierra» (cf. Gén 4,10).
Imitemos el amor de Cristo
44. Mas, para que poco a poco no se vaya enfriando la sincera caridad con que debemos mirar a nuestro Salvador en la Iglesia y en los miembros de ella, es muy conveniente contemplar al mismo Jesús como ejemplar supremo del amor a la Iglesia.
a) Con largueza del amor
Y, en primer lugar, imitemos la amplitud de este amor. Una es, a la verdad, la Esposa de Cristo, la Iglesia; sin embargo, el amor del divino Esposo es tan vasto que no excluye a nadie, sino que abraza en su Esposa a todo el género humano. Y así nuestro Salvador derramó su sangre para reconciliar con Dios en la cruz a todos los hombres de distintas naciones y pueblos, mandando que formasen un solo Cuerpo. Por lo tanto, el verdadero amor a la Iglesia exige no sólo que en el mismo Cuerpo seamos recíprocamente miembros solícitos los unos de los otros (cf. Rm 12,5; 1Cor 12,25), que se alegran si un miembro es glorificado y se compadecen si otro sufre (cf. 1Cor 12,26), sino que aun en los demás hombres, que todavía no están unidos con nosotros en el Cuerpo de la Iglesia, reconozcamos hermanos de Cristo según la carne, llamados juntamente con nosotros a la misma salvación eterna. Es verdad, por desgracia, que principalmente en nuestros días no faltan quienes en su soberbia ensalzan la aversión, el odio, la envidia, como algo con que se eleva y enaltece la dignidad y el valor humano. Pero nosotros, mientras contemplamos con dolor los funestos frutos de esta doctrina, sigamos a nuestro pacífico Rey, que nos enseñó a amar no sólo a los que no provienen de la misma nación ni de la misma raza (cf. Lc 10,33-37), sino aun a los mismos enemigos (cf. Lc 6,27-35; Mt 5,44-48). Nosotros, penetrados los ánimos por la suavísima frase del Apóstol de las Gentes, cantemos con él mismo cuál sea la longitud, la anchura, la altura y la profundidad de la caridad de Cristo (cf. Ef 3,18), que, ciertamente, ni la diversidad de pueblos y costumbres puede romper, ni el espacio del inmenso océano disminuir ni las guerras, emprendidas por causa justa o injusta, destruir.
En esta gravísima hora, venerables hermanos, en la que tantos dolores desgarran los cuerpos y tantas aflicciones las almas, conviene que todos se estimulen a esta celestial caridad para que, aunadas las fuerzas de todos los buenos ―y mencionamos principalmente a los que en toda clase de asociaciones se ocupan en socorrer a los demás―, se venga en auxilio de tan ingentes necesidades de alma y cuerpo con admirable emulación de piedad y misericordia: así llegarán a resplandecer en todas partes la solícita generosidad y la inagotable fecundidad del Cuerpo místico de Jesucristo.
b) Con asidua laboriosidad
45. Y puesto que a la amplitud de la caridad con que Cristo amó a su Iglesia corresponde en Él una constante eficacia de esa misma caridad, también nosotros debemos amar el Cuerpo místico de Cristo con asidua y fervorosa voluntad. Ciertamente no puede señalarse un momento en el cual nuestro Redentor, desde su encarnación, cuando puso el primer fundamento de su Iglesia, hasta el término de su vida mortal, no haya trabajado hasta el cansancio, a pesar de ser Hijo de Dios, ya con los fúlgidos ejemplos de su santidad, ya predicando, conversando, reuniendo y estableciendo para formar o confirmar su Iglesia. Deseamos, pues, que todos cuantos reconocen a la Iglesia como a Madre, ponderen atentamente que no sólo los ministros sagrados y los que se han consagrado a Dios en la vida religiosa, sino también los demás miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, tienen obligación, cada uno según sus fuerzas, de colaborar intensa y diligentemente en la edificación e incremento del mismo Cuerpo. Y deseamos que de una manera especial adviertan esto ―aunque por lo demás lo hacen ya loablemente― los que, militando en las filas de la Acción Católica, cooperan en el ministerio apostólico con los obispos y los sacerdotes, como también los que en asociaciones piadosas prestan como auxiliares su ayuda al mismo fin. Y no hay quien no vea que el celo iluminado de todos éstos es ciertamente, en las presentes condiciones, de suma importancia y de máxima trascendencia.
Y no podemos pasar aquí en silencio a los padres y madres de familia, a quienes nuestro Salvador confió los miembros más delicados de su Cuerpo místico; insistentemente, pues, les conjuramos, por amor a Cristo y a la Iglesia, a que miren con diligentísimo cuidado por la prole que se les ha encomendado, y se esfuercen por preservarla de todo género de insidias con las cuales hoy tan fácilmente se la seduce.
c) Sin descuidar las oraciones
46. De una manera muy particular mostró nuestro Redentor su ardentísimo amor para con la Iglesia en las piadosas súplicas que por ella dirigía al Padre celestial. Puesto que ―bástenos recordar sólo esto― todos conocen, venerables hermanos, que Él, cuando estaba ya para subir al patíbulo de la cruz, oró fervorosamente por Pedro (cf Lc 22,32), por los demás apóstoles (cf. Jn 17,9-19), y, finalmente, por todos cuantos, mediante la predicación de la palabra divina, habían de creer en Él [cf. ibíd., 17,20-23).
Imitando, pues, este ejemplo de Cristo, roguemos cada día al Señor de la mies para que envíe operarios a su mies (cf. Mt 9,38; Lc 10,2), y elevemos todos cada día a los cielos la común plegaria y encomendemos a todos los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo. Y ante todo, a los obispos, a quienes se les ha confiado especialmente el cuidado de sus respectivas diócesis; luego a los sacerdotes y a los religiosos y religiosas, quienes, llamados a la herencia de Dios, ya en la propia patria, ya en lejanas regiones de infieles, defienden, acrecientan y propagan el Reino del divino Redentor. Esta común plegaria no olvide, pues, a ningún miembro de este venerable Cuerpo, pero recuerde principalmente a quienes están agobiados por los dolores y las angustias de esta vida terrenal, o a los que, ya fallecidos, se purifican en el fuego del purgatorio. Tampoco olvide a quienes se instruyen en la doctrina cristiana para que cuanto antes puedan ser purificados con las aguas del bautismo.
Y ardientemente deseamos que, con encendida caridad, estas comunes plegarias comprendan también a aquellos que o todavía no han sido iluminados con la verdad del Evangelio ni han entrado en el seguro aprisco de la Iglesia, o, por una lamentable escisión de fe y de unidad, están separados de Nos, que, aunque inmerecidamente, representamos en este mundo la persona de Jesucristo. Por esta causa repitamos una y otra vez aquella oración de nuestro Salvador al Padre celestial: «Que todos sean una misma cosa: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, así también ellos sean una misma cosa en nosotros, para que crea el mundo que tú me has enviado» (Jn 17,21).
Ni aun por los que todavía no son miembros suyos
También a aquellos que no pertenecen al organismo visible de la Iglesia católica, ya desde el comienzo de nuestro pontificado, como bien sabéis, venerables hermanos, Nos los hemos confiado a la celestial tutela y providencia, afirmando solemnemente, a ejemplo del Buen Pastor, que nada nos preocupa más sino que tengan vida y la tengan con mayor abundancia[61]. Esta nuestra solemne afirmación deseamos repetirla por medio de esta carta encíclica, en la cual hemos cantado las alabanzas del grande y glorioso Cuerpo de Cristo[62], implorando oraciones de toda la Iglesia para invitar, de lo más íntimo del corazón, a todos y a cada uno de ellos a que, rindiéndose libre y espontáneamente a los internos impulsos de la gracia divina, se esfuercen por salir de ese estado, en el que no pueden estar seguros de su propia salvación eterna[63]; pues, aunque por cierto inconsciente deseo y aspiración están ordenados al Cuerpo místico del Redentor, carecen, sin embargo, de tantos y tan grandes dones y socorros celestiales, como sólo en la Iglesia católica es posible gozar. Entren, pues, en la unidad católica, y, unidos todos con Nos en el único organismo del Cuerpo de Jesucristo, se acerquen con Nos a la única cabeza en comunión de un amor gloriosísimo[64]. Sin interrumpir jamás las plegarias al Espíritu de amor y de verdad, Nos les esperamos con los brazos elevados y abiertos, no como a quienes vienen a casa ajena, sino como a hijos que llegan a su propia casa paterna.
47. Pero si deseamos que la incesante plegaria común de todo este Cuerpo místico se eleve hasta Dios, para que todos los descarriados entren cuanto antes en el único redil de Jesucristo, declaramos con todo que es absolutamente necesario que esto se haga libre y espontáneamente, porque nadie cree sino queriendo[65]. Por esta razón, si algunos, sin fe, son de hecho obligados a entrar en el edificio de la Iglesia, a acercarse al altar, a recibir los sacramentos, no hay duda de que los tales no por ello se convierten en verdaderos fieles de Cristo[66]; porque la fe, sin la cual «es imposible agradar a Dios» (Hel 11,6), debe ser un «libérrimo homenaje del entendimiento y de la voluntad»[67]. Si alguna vez, pues, aconteciere que contra la constante doctrina de esta Sede Apostólica[68], alguien es llevado contra su voluntad a abrazar la fe católica, Nos, conscientes de nuestro oficio, no podemos menos de reprobarlo. Pero, puesto que los hombres gozan de una voluntad libre y pueden también, impulsados por las perturbaciones del alma y por las depravadas pasiones, abusar de su libertad, por eso es necesario que sean eficazmente atraídos por el Padre de las luces a la verdad, mediante el Espíritu de su amado Hijo. Y si muchos, por desgracia, viven aún alejados de la verdad católica y no se someten gustosos al impulso de la gracia divina, se debe a que ni ellos[69] ni los fieles dirigen a Dios oraciones fervorosas por esta intención. Nos, por consiguiente, a todos exhortamos una y otra vez a que, inflamados en amor a la Iglesia, siguiendo el ejemplo del Divino Redentor, eleven continuamente estas plegarias.
48. Y principalmente en las presentes circunstancias parece ser, más que oportuno, necesario, que se ruegue con fervor por los reyes y príncipes y por todos aquellos que, gobernando a los pueblos, pueden con su tutela externa ayudar a la Iglesia; para que, restablecido el recto orden de las cosas, la paz, que es obra de la justicia (Is 32,17), emerja para el atormentado género humano de entre las aterradoras olas de esta tempestad, mediante el soplo vivificante de la caridad divina y para que nuestra santa Madre la Iglesia pueda llevar una vida quieta y tranquila, en toda piedad y castidad (cf. 1Tm 2,2). Insistentemente se ha de suplicar a Dios que todos cuantos están al frente de los pueblos amen la sabiduría (cf. Sab 6,23), de tal suerte que jamás caiga sobre ellos aquella gravísima sentencia del Espíritu Santo:
«El Altísimo examinará vuestras obras y escudriñará los pensamientos porque, siendo ministros de su reino, no habéis juzgado rectamente ni observado la ley de la justicia, ni habéis procedido según la voluntad de Dios. De manera espantosa y repentina se os presentará, porque se hará un riguroso juicio de aquellos que ejercen potestad sobre otros. Porque con los pequeños se usará misericordia, mas los poderosos sufrirán grandes tormentos. Porque Dios no exceptuará persona alguna ni respetará la grandeza de nadie; ya que Él ha hecho al pequeño y al grande y cuida por igual de todos; si bien a los más grandes amenaza un tormento mayor. A vosotros, por lo tanto, reyes, se dirigen estas mis palabras, para que aprendáis la sabiduría y no perezcáis» (Ibíd., 6,4-10).
d) Cumpliendo lo que falta en la pasión de Cristo
49. Cristo nuestro Señor mostró su amor a la Esposa sin mancilla, no sólo con su intenso trabajo y su constante oración, sino también con sus dolores y angustias, que sufrió libre y amorosamente, por amor de ella: «Habiendo amado a los suyos..., los amó hasta el fin» (Jn 13,1). Más aún, no conquistó la Iglesia sino con su sangre (cf. Hch 20,28). Decididos, pues, sigamos estas huellas sangrientas de nuestro Rey, como lo exige nuestra salvación, que hemos de poner a buen seguro: «Porque si hemos sido injertados con Él por medio de la representación de su muerte, igualmente lo hemos de ser representando su resurrección» (Rm 6,5), y, «si morimos con él, también con él viviremos» (2Tm 2,11). Esto lo exige, también, la caridad genuina y eficaz de la Iglesia y de las almas por ella engendradas para Cristo: pues, aunque nuestro Salvador, por medio de crueles sufrimientos y de una acerba muerte, mereció para su Iglesia un tesoro infinito de gracias, sin embargo, estas gracias, por disposición de la divina Providencia, no se nos conceden todas de una vez; y la mayor o menor abundancia de las mismas depende también no poco de nuestras buenas obras, con las que se atrae sobre las almas de los hombres esta verdadera lluvia divina de celestiales dones, gratuitamente dados por Dios. Y esta misma lluvia de celestiales gracias será ciertamente superabundante, si no solamente elevamos a Dios ardientes plegarias, sobre todo participando con devoción, si es posible diariamente, del Sacrificio Eucarístico; si no solamente nos esforzamos en aliviar con obras de caridad los sufrimientos de tantos menesterosos; mas si también preferimos a las cosas caducas de este siglo los bienes imperecederos y si domamos con mortificaciones voluntarias este cuerpo mortal, negándole las cosas ilícitas e imponiéndole las ásperas y arduas; si, en fin, aceptamos con ánimo resignado, como de la mano de Dios, los trabajos y dolores de esta vida presente. Porque así, según el Apóstol, cumpliremos en nuestra carne lo que resta que padecer a Cristo, en pro de su Cuerpo místico que es la Iglesia (cf. Col 1, 24).
50. Al escribir esto, se presenta desgraciadamente ante nuestros ojos una ingente multitud de infelices desventurados que nos hace llorar amargamente: nos referimos a los enfermos, a los pobres, a los mutilados, a las viudas y huérfanos y a muchos otros que por sus propias calamidades o las de los suyos no raras veces desfallecen hasta morir. A todos aquellos, pues, que por cualquier causa yacen en la tristeza y en la congoja, con ánimo paterno les exhortamos a que, confiados, levanten sus ojos al cielo y ofrezcan sus aflicciones a aquel que un día les ha de recompensar con abundante galardón. Recuerden todos que su dolor no es inútil, sino que para ellos mismos y para la Iglesia ha de ser de gran provecho, si animados con esta intención lo toleran pacientemente. A la más perfecta realización de este designio contribuye en gran manera la cotidiana oblación de sí mismos a Dios, que suelen hacer los miembros de la piadosa asociación llamada Apostolado de la Oración; asociación que, como gratísima a Dios, deseamos de corazón recomendar aquí con el mayor encarecimiento.
Y si en todo tiempo hemos de unir nuestros dolores a los sufrimientos del divino Redentor, para procurar la salvación de las almas, en nuestros días especialísimamente, venerables hermanos, tomen todos como un deber el hacerlo así, cuando la espantosa conflagración bélica incendia casi todo el orbe y es causa de tantas muertes, tantas miserias, tantas calamidades: igualmente hoy día de un modo particular sea obligación de todos el apartarse de los vicios, de los halagos del siglo y de los desenfrenados placeres del cuerpo, y aun de aquella futilidad y vanidad de las cosas terrenas que en nada ayudan a la formación cristiana del alma ni a la consecución del cielo. Más bien hemos de inculcar en nuestra mente aquellas gravísimas palabras de nuestro inmortal predecesor San León Magno, quien afirma que por el bautismo hemos sido hechos carne del Crucificado[70]; y aquella hermosísima súplica de San Ambrosio: «Llévame, ¡oh Cristo!, en la cruz, que es salud para los que yerran; sólo en ella está el descanso de los fatigados; sólo en ella viven cuantos mueren»[71].
Antes de terminar, no podemos menos de exhortar una y otra vez a todos a que amen a la santa Madre Iglesia con caridad solícita y eficaz. Ofrezcamos cada día al Eterno Padre nuestras oraciones, nuestros trabajos, nuestra congojas, por su incolumidad y por su más próspero y vasto desarrollo, si en realidad deseamos ardientemente la salvación de todo el género humano redimido con la sangre divina. Y mientras el cielo se entenebrece con centelleantes nubarrones y grandes peligros se ciernen sobre toda la Humanidad y sobre la misma Iglesia, confiemos nuestras personas y todas nuestras cosas al Padre de la Misericordia, suplicándole: «Vuelve tu mirada, Señor, te lo rogamos, sobre esta tu familia, por la cual nuestro Señor Jesucristo no dudó en entregarse en manos de los malhechores y padecer el tormento de la Cruz»[72].
LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
51. La Virgen Madre de Dios, cuya alma santísima fue, más que todas las demás creadas por Dios, llena del Espíritu divino de Jesucristo, haga eficaces, venerables hermanos, estos nuestros deseos, que también son los vuestros, y nos alcance a todos un sincero amor a la Iglesia; ella que dio su consentimiento «en representación de toda la naturaleza humana a la realización de un matrimonio espiritual entre el Hijo de Dios y la naturaleza humana»[73]. Ella fue la que dio a luz, con admirable parto, a Jesucristo nuestro Señor, adornado ya en su seno virginal con la dignidad de Cabeza de la Iglesia, pues que era la fuente de toda vida sobrenatural; ella la que al recién nacido presentó como Profeta, Rey y Sacerdote a aquellos que de entre los judíos y de entre los gentiles habían llegado los primeros a adorarlo. Y además, su Unigénito, accediendo en Caná de Galilea a sus maternales ruegos, obró un admirable milagro, por el que «creyeron en El sus discípulos» (cf. Jn 2,11). Ella, la que, libre de toda mancha personal y original, unida siempre estrechísimamente con su Hijo, lo ofreció como nueva Eva al Eterno Padre en el Gólgota, juntamente con el holocausto de sus derechos maternos y de su materno amor, por todos los hijos de Adán manchados con su deplorable pecado; de tal suerte que la que era Madre corporal de nuestra Cabeza, fuera, por un nuevo título de dolor y de gloria, Madre espiritual de todos sus miembros. Ella, la que por medio de sus eficacísimas súplicas consiguió que el Espíritu del divino Redentor, otorgado ya en la cruz, se comunicara en prodigiosos dones a la Iglesia recién nacida, el día de Pentecostés. Ella, en fin, soportando con ánimo esforzado y confiado sus inmensos dolores, como verdadera Reina de los mártires, más que todos los fieles, «cumplió lo que resta que padecer a Cristo en sus miembros... en pro de su Cuerpo [de él]..., que es la Iglesia» (Col 1,24), y prodigó al Cuerpo místico de Cristo nacido del Corazón abierto de nuestro Salvador[74], el mismo materno cuidado y la misma intensa caridad con que calentó y amamantó en la cuna al tierno Niño Jesús.
Ella, pues, Madre santísima de todos los miembros de Cristo[75], a cuyo Corazón Inmaculado hemos consagrado confiadamente todos los hombres, la que ahora brilla en el cielo por la gloria de su cuerpo y de su alma, y reina juntamente con su Hijo, obtenga de Él, con su apremiante intercesión que de la excelsa Cabeza desciendan sin interrupción ―sobre todos los miembros del Cuerpo místico― copiosos raudales de gracias; y con su eficacísimo patrocinio, como en tiempos pasados, proteja también ahora a la Iglesia, y que, por fin, para ésta y para todo el género humano, alcance tiempos más tranquilos.
Nos, confiados en esta sobrenatural esperanza, como auspicio de celestiales gracias y como testimonio de Nuestra especial benevolencia, a cada uno de vosotros, venerables hermanos, y a la grey que está a cada uno confiada, damos de todo corazón la bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 29 de junio, en la fiesta de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, del año 1943, quinto de Nuestro Pontificado.
PÍO PP. XII