El Juramento Anti-Modernista
El Santo Sacrificio de la Misa
Encíclica Satis Cognitum
Sobre la La Unidad de La Iglesia
Inmutabilidad de la Iglesia y la Doctrina
La misión, pues, de la Iglesia es repartir entre los hombres y extender a todas las edades la salvación operada por Jesucristo y todos los beneficios que de ella se siguen. Por esto, según la voluntad de su Fundador, es necesario que sea única en toda la extensión del mundo y en toda la duración de los tiempos.
Es preciso añadir que el Hijo de Dios decretó que la Iglesia fuese su propio Cuerpo místico, al que se uniría para ser su Cabeza, del mismo modo que en el cuerpo humano, que tomó por la Encarnación, la cabeza mantiene a los miembros en una necesaria y natural unión. Y así como tomó un cuerpo mortal único que entregó a los tormentos y a la muerte para pagar el rescate de los hombres, así también tiene un Cuerpo místico único en el que y por medio del cual hizo participar a los hombres de la santidad y de la salvación eterna.
Los miembros separados y dispersos no pueden unirse a una sola y misma cabeza para formar un solo cuerpo. Pues San Pablo dice: «Todos los miembros del cuerpo, aunque numerosos, no son sino un solo cuerpo: así es Cristo». Y es por esto por lo que nos dice también que este cuerpo está unido y ligado. «Cristo es el jefe, en virtud del que todo el cuerpo, unido y ligado por todas sus coyunturas que se prestan mutuo auxilio por medio de operaciones proporcionadas a cada miembro, recibe su acrecentamiento para ser edificado en la caridad». Así, pues, si algunos miembros están separados y alejados de los otros miembros, no podrán pertenecer a la misma cabeza como el resto del cuerpo. «Hay —dice San Cipriano— un solo Dios, un solo Cristo, una sola Iglesia de Cristo, una sola fe, un solo pueblo que, por el vínculo de la concordia, está fundado en la unidad sólida de un mismo cuerpo. La unidad no puede ser amputada; un cuerpo, para permanecer único, no puede dividirse por el fraccionamiento de su organismo». Para mejor declarar la unidad de su Iglesia, Dios nos la presenta bajo la imagen de un cuerpo animado, cuyos miembros no pueden vivir sino a condición de estar unidos con la cabeza y de tomar sin cesar de ésta su fuerza vital; separados, han de morir necesariamente. «No puede (la Iglesia) ser dividida en pedazos por el desgarramiento de sus miembros y de sus entrañas. Todo lo que se separe del centro de la vida no podrá vivir por sí solo ni respirar». Ahora bien: ¿en qué se parece un cadáver a un ser vivo? «Nadie jamás ha odiado a su carne, sino que la alimenta y la cuida como Cristo a la Iglesia, porque somos los miembros de su cuerpo formados de su carne y de sus huesos».
Es, pues, necesario que de una manera permanente subsista, de una parte, la misión constante e inmutable de enseñar todo lo que Jesucristo ha enseñado, y de otra, la obligación constante e inmutable de aceptar y de profesar toda la doctrina así enseñada. San Cipriano lo expresa de un modo excelente en estos términos: «Cuando nuestro Señor Jesucristo, en el Evangelio, declara que aquellos que no están con El son sus enemigos, no designa una herejía en particular, sino denuncia como a sus adversarios a todos aquellos que no están enteramente con El, y que no recogiendo con El ponen en dispersión su rebaño: El que no está conmigo —dijo— está contra mí, y el que no recoge conmigo esparce».
Los arrianos, los montanistas, los novacianos, los cuartodecimanos, los eutiquianos no abandonaron, seguramente, toda la doctrina católica, sino solamente tal o cual parte, y, sin embargo, ¿quién ignora que fueron declarados herejes y arrojados del seno de la Iglesia? Un juicio semejante ha condenado a todos los fautores de doctrinas erróneas que fueron apareciendo en las diferentes épocas de la historia. «Nada es más peligroso que esos heterodoxos que, conservando en lo demás la integridad de la doctrina, con una sola palabra, como gota de veneno, corrompen la pureza y sencillez de la fe que hemos recibido de la tradición dominical, después apostólica».
Tal ha sido constantemente la costumbre de la Iglesia, apoyada por el juicio unánime de los Santos Padres, que siempre han mirado como excluido de la comunión católica y fuera de la Iglesia a cualquiera que se separe en lo más mínimo de la doctrina enseñada por el magisterio auténtico.
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